7. Hominum - El humano

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Habían terminado en un mundo de tamaño mediano y con una predominancia de agua en su superficie. Estaba rodeado por otros siete planetas y era iluminado por una estrella que, en su opinión, era mediocre. Habiendo tantas joyas tan brillantes y enormes le tenía que tocar esa porquería. Bueno, no importaba, la haría desaparecer en algún momento.

A su alrededor divisó un par de montañas que se alzaban a lo lejos y, algo más cerca, un frondoso bosque. Los árboles tenían troncos blancos y eran de una altura media ¿Cómo sabía lo que eran los bosques y las montañas? Simple, Edén no era un palacio de forma literal, sino un mundo entero, de proporciones irreales. Era más grande por dentro que por fuera. De otra forma no podría contener a su creador, tan grande como un cúmulo de galaxias. Recordó los vastos jardines y su infinita variedad de plantas. Algún día volvería y haría suyo aquel lugar, pero no era momento de ponerse a pensar en el futuro.

Miró a los ángeles que se encontraban cerca de Él. Estaban visiblemente aturdidos. No sabían dónde estaban ni qué hacer. Pero lo que más los desorientaba era algo muy distinto. Ya no se veían igual que antes. Sus pieles ya no eran de un dorado tan resplandeciente que haría doler la vista a un mortal. Ahora eran de colores variados que iban desde un blanco rosáceo hasta un trigueño. Algunos incluso eran de un color marrón oscuro. Lo mismo le había ocurrido a sus cabelleras; dejaron de ser de colores metálicos y se volvieron opacas. Y las alas... Ya no estaban, ese fue el cambio más radical. Buscó a Luzbel y le tomó un tiempo encontrarlo, pero allí estaba, de rodillas contemplando al cielo con la mirada perdida y balbuceando cosas sin sentido.

[...]

- Somos basura, basura, basura... - Pensó Luzbel, influenciado por los acontecimientos recientes. Lo que creyó sería una nueva etapa de la Creación terminó con ellos encarcelados en un planeta del montón, en algún rincón de la existencia. Había sido tonto. Desafió al Padre, Forjador de Mundos, Amo y Señor de la Creación. Y todo por simple vanidad. Ser la criatura más bella que jamás existió lo había vuelto arrogante, lo suficiente como para creer que él también era capaz de ser un dios. Pero sólo era Luzbel, un adorno para el placer del aburrido omnipotente que lo había moldeado. Y ahora estaban allí, derrotados y desposeídos de todo lo que tenían, su divinidad.

Se levantó y se miró en un charco de agua cercano, que reflejaba su cuerpo entero, y lo que vio no fue agradable. Para su infortunio él había tenido el mismo final que sus hermanos. Estaba... Maldito. Sus cinco pares de alas ígneas, antaño de todos los colores de la Creación, eran ahora de un hueso amarillento, que entre cada filamento tenía una membrana roja oscura. Sus brazos eran esqueléticos y terminaban en garras con cuatro dedos en lugar de cinco. Sus piernas se habían retorcido, apuntaban hacia atrás. Su cuerpo entero estaba cubierto de finas espinas negras, tan pequeñas que parecían vello.

Lo último que observó fue su rostro. Era una broma cruel. Ya no tenía su característica piel de oro, era de carne como las de los demás, pero sus facciones eran las mismas. El rostro más bello y el cuerpo más siniestro. Ése fue su castigo.

[...]

Los ángeles caídos estaban recuperando la compostura. Varios se levantaron y comenzaron a mirar a su alrededor, inspeccionando el terreno. No tardaron mucho en reparar en Luzbel, a quien luego pasarían a recordar como Satanás, el Primer Traidor. Lo atacaron con una furia digna del Padre, mientras éste seguía contemplando su nueva apariencia en el agua, sin prestar atención a nada. Los golpes se sucedieron uno después de otro, sin descanso. Casi un millón de ángeles contra un solo individuo. Habían sido seducidos por las palabras del hijo favorito y le siguieron el juego, creyendo que podían estar mejor de lo que ya estaban. La jugada les salió caro, ahora no tenían nada excepto a aquel individuo sobre el cual desatar su ira. El cuerpo de Luzbel terminó hecho pedazos, con sus miembros esparcidos por todos lados. Un líquido rojo bañaba el suelo.

En ese momento se dio cuenta del cambio más importante por el que habían pasado los ángeles en su camino a aquel mundo perdido. Ya no eran inmortales.

Los nuevos habitantes de Terra (así llamó a aquellas tierras) se dividieron en grupos y tomaron caminos separados. Se esparcieron por toda la superficie del planeta y en su camino dominaron a las especies que ya existían allí desde tiempos remotos. Fundaron pueblos que luego serían ciudades, y esas mismas ciudades más tarde se convertirían en imperios y reinos.

Llamó humanos a estas nuevas criaturas. Fue testigo de su increíble ascenso, y de su aún más trágico final.

El tiempo de los dioses [FINALIZADA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora