Capítulo 1

63.7K 5.3K 10.1K
                                    

Harry caminaba despacio, oteando las sombras con cautela antes de dar cada paso. El reforzado uniforme negro y la placa plateada en el pecho bastaban para apartar a la gente la mayoría de las veces, pero no todas.

Empezaba a anochecer; hacía ya un buen rato que había dejado atrás el centro de la ciudad, pero no le apetecía dejar de moverse. Llevaba todo el día encajonado en una oficina, y sus largas piernas agradecían cada paso, cada estiramiento. Además, odiaba el caos del centro. El ruido, los coches, las enormes masas de gente y las luces cegadoras lo ahogaban. Harry respiraba hondo y olía a madera húmeda, a ladrillo y a hierba cortada, y soñaba con vivir en las afueras.

En una casa con jardín, pensó con una media sonrisa. Imaginó una casa de varios pisos, con un rincón para leer y una cama enorme, de sábanas blancas y mantas gruesas y acogedoras. Una casa… vacía.

Harry apretó los labios para no suspirar; una casa enorme y silenciosa no era demasiado mejor que su apartamento  de lujo, enorme e igualmente solitario. Casi agradecía la enorme cantidad de horas que trabajaba; nunca tenía ganas de volver a su apartamento para nada que no fuese derrumbarse en su cama a dormir. Cualquier otra actividad acabaría derivando en ser horriblemente consciente del vacío a su alrededor, de que el silencio le destrozase los oídos y el frío de la ausencia se le acoplase en el pecho como un frío corsé.

Harry siempre se había considerado un solitario; nunca le había molestado la soledad, en lo más mínimo. Leía, dormía, veía la televisión y trabajaba, trabajaba, trabajaba. Su familia lo mantenía a una distancia prudencial, con una cordialidad heladora, y la verdad es que no le importaba. Nunca se había llevado demasiado bien con ellos; no compartían el mismo punto de vista sobre la vida. Cuando cumplió dieciocho años y se marchó de casa, Harry descubrió que no los echaba de menos en absoluto. Lo único que los había mantenido unidos todos esos años eran los lazos de sangre, y ahora ni siquiera eso.

Harry recordaba la enorme casa en la que se había criado, las criadas con los uniformes impolutos, las alfombras suaves sobre las que no se pisaba con zapatos de calle y el papel pintado que no se podía tocar nunca, jamás, bajo ningún concepto. Recordaba el “tono de interior”, cenar solo en la cocina para luego irse a su habitación mientras sus padres recibían a importantes invitados de caras borrosas y vestidos brillantes. Recordaba no hacer ruido, no mancharse, no deslizarse por la barandilla de madera de las enormes escaleras porque “Harry, es madera de nogal maciza, importada directamente de Brasil!”

Tenía más recuerdos de normas que de juegos infantiles. Mirando atrás, a veces se planteaba si había tenido una infancia feliz, pero nunca podía dar con la respuesta.

Cuando consiguió su apartamento, en lo alto de uno de los rascacielos más lujosos del centro, esperaba que su familia estuviese orgullosa. Había llegado a uno de los mejores puestos del sector: guardia de nivel 10, nada menos. Era el guardaespaldas de los personajes más importantes, cobraba cantidades desorbitadas por cada servicio, y era una de las personas intocables durante la Purga.

Pero el desinterés de su familia había caído sobre él como una losa. Le habían mandado una educada tarjeta de felicitación, y ya está. No hubo abrazos, ni lágrimas, ni amor maternal, ni orgullo paternal. Harry pensaba a menudo que sus padres se habían quedado casi aliviados cuando había decidido irse.

Por mucho dinero que ganase, por mucho prestigio que tuviese su trabajo, siempre sería su hijo gay, que había rechazado a las hijas de tantos amigos, que era incapaz de acudir a eventos importantes con una bonita omega bajo el brazo, que seguía solo a los 24 años, despertando murmullos y rumores. La frialdad de su familia había tocado techo el año anterior; Harry ni siquiera recibió una tarjeta el día de su cumpleaños. Ni una sola visita. Ni una llamada.

Yo mataré monstruos por tiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora