Prólogo

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Ada.

Mi pecho subía y bajaba rápidamente, nerviosa era poco para describir cómo me sentía. Escuché un ruido detrás de la puerta, deduje que provenía del pasillo, por lo que cerré mis ojos y me tapé la cabeza con la fina manta color bermellón.

Esperé unos minutos en la misma posición, cuando no se escuchó nada más que los ronquidos de mis compañeros y los balbuceos de aquellos niños que siempre tenían pesadillas, me fui levantándome poco a poco de aquel duro colchón, tan viejo y degastado que podías sentir perfectamente sus resortes debajo de tu cuerpo.

En puntillas recorrí toda la habitación llena de humedad hasta llegar a la cama de Patrick, mi único amigo en esa pocilga. Él se encontraba plácidamente dormido, con un hilo de baba colgando de su boca. Una risita silenciosa y triste salió de mí, esa sería la última vez que vería a mi hermano del alma, mi amigo y el único que me protegió apenas llegué a este nefasto lugar.

Con mucho cuidado dejé al lado de su cuerpo una nota, despidiéndome de ese hermoso ser humano que tuve la dicha de conocer.

Que la suerte te acompañe, hermano.

Sin nada más por hacer, tomé la mochila por mis hombros y salí de esa habitación. Habitación que debió haber visto más miserias que un hospital, técnicamente todo aquel que dormía en ese sitio terminaba allí.

El reformatorio estaba en penumbras, sólo podía escuchar los latidos desbocados de mi corazón y el eco de mis pensamientos.

Como había planeado hace dos semanas atrás entré a la oficina del director del reformatorio sin hacer el más mínimo ruido; la llave la pude conseguir en uno de esos tantos días en los que el bastardo mandaba a varias chicas a su despacho. Aquel día me pude salvar, aun así me arriesgué y quise robarle su llave de repuesto, el cual tenía guardado detrás de ese cuadro horripilante de su difunta abuela.

Pisar ese sitio me generaba malos recuerdos, recuerdos que la nueva Ada no quería recordar, porque al fin y al cabo los recuerdos estaban para ser olvidados.

No me quise tardar mucho, busqué el cajón de las llaves del balcón y las agarré. Dejando todo en su lugar, cerré la puerta del despacho y girándome de vez en cuando para ver si alguien me descubría, caminé hasta el balcón. Sólo podía ver por la poca luz de la luna que se filtraba por las persianas. El silencio que habitaba allí era atemorizante y relajante a la vez.

Una vez llegando al balcón, pensé en cada una de mis atrocidades vividas. Desde que una señora me encontró a los 8 años desnutrida durmiendo debajo de una caja de cartón, hasta aparecer en un hogar de huérfanos en el cual no nos daban de comer, mi única opción era robar. Robar para sobrevivir. Pero el Estado lo veía como un acto delictivo, por lo que a los 16 años me mandaron al reformatorio.

Y si pensaba que el hogar de huérfanos era una tortura, era porque no conocía el reformatorio.

Cada ida al baño era un miedo constante: o que te filmen desnuda o que te intenten ahogar. La comida que se servía no merecía ser llamada comida, y si desautorizabas a las autoridades, lo cual lo hacía a menudo, significaba no ingerir alimentos por semanas. No se extrañen que era puro huesos. Pese a esto, siempre me las ingeniaba para robar comida, con la ayuda de mi fiel compañero Patrick, quien desde los 12 años vivía de esa forma.

El reformatorio me sacó el apetito, mi estómago se había acostumbrado a no recibir comida, se me cerró.

Pero no iba dejar que me saqué las ganas de vivir.

Pensaba en mis padres, en ese trágico accidente de automóvil que los dejó sin vida, en esa señora a la cual llamaba tía, que me dejo a la buena de Dios. Mi mente recorría todas las humillaciones que tuve que pasar, tanto en el orfanato como en el reformatorio. Los niños pueden ser muy crueles.

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