Parte 4

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Me desperté tendido en una vereda oyendo el rumor de un partido de fútbol, unos compañeros jugaban en una cancha y arcos improvisados en la calle de enfrente al Hospital. Un par de héroes anónimos me habían sacado del campo de batalla y me habían traído hasta Puerto Argentino, Stanley para los birtanicos. Amarilla, que estaba sentado a un lado, me contó que se había declarado el cese al fuego.

-Nos rendimos. Se terminó. -Me dijo y yo me puse a llorar. -Tranqui, Luquin, suerte que te encontraron y te trajeron. Tenías que haberlo visto al sargento Villegas, también lloró cuando le comunicaron la rendición.

-Esa pica blanca me salvó la vida. -le dije. Apenas podía hablar, tenía lodo en la garganta.

-Al final si que nos trajo suerte. Gracias, Rola. -Amarilla miró hacia el cielo, se persignó y besó su pulgar.

Nuestros superiores, que ahora estaban a las órdenes de los ingleses, nos dijeron que dejáramos las armas y nos agruparon a todos dentro de una cancha de básquet. Después nos embarcaron. A muchos compañeros los ingleses tuvieron que ayudar a abordar por lo desnutridos que se encontraban.

Un soldado inglés preguntó si esto era Stanley a lo que uno argentino le respondió que no había mucho más de lo que veía.

-¿Por esto nos hicieron venir? -se preguntó el inglés mientras hacia un gesto de desaprobación con la cabeza.

A mí me agarraron como intérprete. Partimos rumbo a Puerto Madryn en el Buque de transporte Canberra, éramos 4172 compañeros prisioneros que veníamos custodiados por los mismos ingleses con los que nos habíamos estado matando la noche anterior. Pensé que iba a haber tensión y broncas pero me sorprendí de ver un pequeño grupo de ingleses charlando con cinco de mis compañeros. Como al final un evento deportivo, con mucha curiosidad y respeto, se preguntaban cómo habían vivido el conflicto cada uno por su lado. Las guerras son anónimas.

La organización era excelente, estábamos entre cuatro en un camarote con baño incluido, yo recorría el barco dando los horarios de las comidas a mis compañeros. La atención de los médicos también fue muy buena, en varias ocasiones tuve que hacer compañía a algunos de nuestros heridos mientras eran intervenidos por los cirujanos. El trabajo de intérprete era arduo pero me hacía sentir útil, era un rol que podía desempeñar con eficiencia y eso me ponía contento aunque también me hacía sentir culpa.

En esos días de travesía conocí a uno de los oficiales que nos atacó: un tal Mayor Osborne, un tipo regordete, canoso de unos 40 años y muy altanero. Orgulloso el militar, en una entrevista que se transmitía para Reino Unido, se regodeaba en como nos había ganado y el honor que le habíamos dado a él y a sus soldados. Al terminar, con miedo pero aun con más enojo, le grité:

-¡Nosotros no somos un número para aumentar o disminuir su honor, mayor! ¡Somos civiles, tuvimos un día de práctica de tiro y estábamos raquíticos!

El mayor se quedó impresionado, me llevó a su escritorio, desplegó un mapa donde estaban señalados todos los puntos donde hubo frentes de guerra y corroboró donde había estado yo

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El mayor se quedó impresionado, me llevó a su escritorio, desplegó un mapa donde estaban señalados todos los puntos donde hubo frentes de guerra y corroboró donde había estado yo. Pude ver en la cara de Osborne cierta conmoción; me puso la mano en el hombro y con tono solemne me dijo en inglés:

-Tienes razón, Luca, ustedes no eran soldados y ustedes se quedaron a pelear igual y nos dieron una paliza tremenda. Nosotros, el III de paracaidistas, fuimos la unidad británica con más muertos y heridos de todo el conflicto. Siéntanse orgullosos de ustedes.

Definitivamente el mayor, que era un veterano de otras guerras, se había emocionado.

El 19 de junio desembarcamos en Puerto Madryn. Ese día histórico no nos recibió nadie. En silencio los de prefectura nos guiaron hasta unas carpas de la Cruz Roja internacional, después a los cuarteles donde, bajo amenaza del poder de facto de aquella época, nos obligaron a no contar nada de lo sucedido en Malvinas. Finalmente nos metieron en los micros y días después llegué a casa una mañana nublada en que de mi hogar salía el olor a las tortas fritas que prepara mi madre.

En retrospectiva todo el viaje me pareció una aventura surrealista. La guerra te cambia las reglas de la vida. Es un gigante que no se puede abatir y que se queda habitando tu cabeza. Los recuerdos y el miedo afloran de vez en cuando en forma de ecos de una realidad que ya pasó. Después de lo vivido nada volvió a ser igual. Tardé mucho en recrear mi vida, algunos nunca lo lograron. Hasta el día de hoy el ejército contabiliza 38 suicidios de veteranos, sin embargo, las estimaciones de los propios veteranos son mucho más altas: calculan entre 300 y 500 suicidios.

Recién diez años después, ya en democracia nuevamente, algunos excombatientes se animaron a romper el silencio y contar como fue realmente la odisea que nos tocó vivir.

Cada tanto nos juntamos con Amarilla y otros compañeros a comer algo y charlar sobre aquellos días. El amor fue el tesoro que encontré por accidente en aquella isla, un amor que convirtió a un grupo de jóvenes extraños en hermanos.

El Argonauta (neutro)Where stories live. Discover now