Estrella fugaz | 1.

801 126 19
                                    

Durante el festival de verano en su escuela primaria, cuando era niño, los maestros insistieron en hacer ridículas actividades. En ese entonces, tenía ocho años y un mal genio, los demás escapaban de él tan pronto gruñía. Sin embargo, no era un ser exactamente malvado —sí, disfrutaba de mojar los hormigueros con agua mientras reía, pero no cree que signifique algo—, los especialistas piensan que simplemente es tímido. Un poco difícil de asimilar, pero cierto, a veces se congela frente a sus compañeros mientras intenta idear algún plan para caminar hasta ellos y agradarles sin esfuerzo, pero acaba lanzando una mirada terrorífica y frases a la defensiva a diestra y siniestra.

En el fondo, había estado deseando compartir su balón nuevo con alguna persona también, quizás jugar en el jardín o hurtar los limones del árbol de su vecino —tarea que requiere de dos individuos, lamentablemente—, e incluso hacer noches para maratones de películas de vez en cuando. Sin embargo, allí estaba, sentado en algún banco en soledad con el tonto uniforme de primaria recién planchado, mientras observa a los demás divertirse. Entre sus pequeñas manos —con algunos dedos envueltos en vendas adhesivas luego de desafiar a esa tortuga rabiosa—, posee uno de esos pequeños papeles amarillos que su maestra le había entregado al comenzar la jornada, aún vacío.

«Escriban sus deseos para los dioses en ellos, luego cuelguen en papel en una de las ramas del árbol», había dicho la mujer, sonriendo con los labios abultados tan rojos que se había sentido extrañado. «Si sus peticiones son lo suficientemente honestas, se cumplirán», hizo que las preguntas surgieran de su mente. Después de todo, era un niño esperanzado y además, esa noche se sentía particularmente solitario y, aunque en algunas ocasiones lo prefería, no era agradable del todo.

Durante ese día caluroso, el patio de la escuela había sido decorado con globos y serpentinas, como una aburrida fiesta de cumpleaños. Había una amplia selección de pasteles —un dólar la porción—, puestos de manualidades e incluso un pequeño escenario en donde se llevaba a cabo la obra de teatro de la que habían expulsado a Katsuki. El césped estaba sucio con confeti de colores llamativos y algunos restos de comida que dejaban los niños más descuidados. Nota a la distancia que se reproduce alguna película infantil, improvisada con una sábana blanca en la pared y el viejo proyector de la escuela, a pesar de que pocos presten atención. Aprovecha las distracciones para tomar un crayón naranja de los pupitres vacíos de algún salón.

Aún si no podrían verlo allí, se preocupa por cubrir lo suficiente su carta para que nadie sepa lo que escribe. Es un poco íntimo, hace que sus mejillas tomen un leve color carmín mientras corre al árbol —un sauce grande que lleva años en el patio de la escuela— y busque la rama más fuerte y alta, para que nadie pueda alcanzarla fácilmente. No puede evitar que una chispa de anhelo se encienda en su pecho, mientras observa el pequeño papel amarillo balancearse con la suave brisa e imagina las posibilidades de que su deseo fuese escuchado por los dioses.

Decide que podría esperar justo allí en el cesped durante el resto de la fiesta, sin inmutarse por el escándalo, asegurándose de que ningún niño travieso tenga la maravillosa idea de robar los deseos del árbol —conoce a personas que lo harían— y así pasan las horas. Cuando finaliza la ocasión y nunca obtiene nada, se encuentra aguantando alguna lágrima traicionera mientras su madre llega a buscarlo. A pesar de que habían convocado a todos los tutores, sus padres habían estado demasiado ocupados con el trabajo ese viernes para hacerlo. No le preocupa, en realidad, pero se sentía un poco —bastante— decepcionado de haber sido ignorado en su petición.

Permanece en silencio durante todo el viaje, sin responder las preguntas de su madre acerca de la velada, mientras gruñe sin parar como una pequeña bestia irritada. En el fondo, se pregunta si ha sido tan grosero con los demás niños de la escuela, que los dioses decidieron castigarlo por ello. No le sorprende, ayer había rechazado las galletas que uno de los niños preparó para todo el salón, sintiéndose intimidado por su mirada amable. El viernes pasado, durante las clases de gimnasia, empujó a su compañero de estiramientos cuando intentó ayudarlo luego de tropezar con los cordones de sus zapatillas. Quizás no merece que su deseo sea escuchado.

Soleil, soleil | Bakushima.Où les histoires vivent. Découvrez maintenant