XI

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EL día de la llegada de Serguiéi Ivánovich a Prokóvskoie fue uno de los días más duros para Lievin.

Era el tiempo más ocupado del año, aquel que exige un esfuerzo de trabajo y de voluntad, y que no se aprecia lo bastante porque se reproduce periódicamente con resultados muy sencillos. Segar, almacenar el trigo, labrar, batir el grano y sembrar son trabajos que no admiran a nadie; mas para llevarlos a cabo en el corto espacio de tiempo concedido por la naturaleza es forzoso que todos trabajen, y que durante tres o cuatro semanas cada cual se contente con un pedazo de pan y cebolla, sometiéndose a dormir muy pocas horas; es preciso que nadie pierda un momento ni de día ni de noche; y este fenómeno se realiza anualmente en toda Rusia.

Lievin hacía como los demás; iba al campo a la primera hora de la mañana; volvía para almorzar con su esposa y su cuñada, y sin perder un momento se dirigía a la granja; pero mientras vigilaba a sus trabajadores, hablaba con su suegro y las señoras, y se preguntaba siempre lo mismo: «¿Qué soy yo? ¿Dónde estoy? ¿Para qué?».

En pie, cerca de la granja, miraba el polvo que se producía al batir el trigo, contemplando al mismo tiempo las golondrinas que se refugiaban en el tejado y los trabajadores que se oprimían en el oscuro interior de la granja.

«¿Por qué todo esto? —pensaba—. ¿Por qué estoy aquí vigilándolos a ellos y me dan prueba de su celo? He ahí la vieja Matriona —una jornalera a quien había curado una quemadura hacía tiempo, y que en aquel instante trabajaba vigorosamente—, a quien curé muy bien; pero si no es hoy, de aquí a un año o dentro de diez, será preciso enterrarla, lo mismo que a esa joven que se la da de graciosa, o ese caballo que tira del arado, y también a Fiódor, que imperativamente manda a las mujeres... Y yo también seguiré el mismo camino... ¿Por qué?» Y maquinalmente consultaba su reloj para señalar su tarea a los trabajadores.

Llegada la hora de comer, Lievin dejó a todos dispersarse y, apoyándose en un aparato de moler trigo, trabó conversación con Fiódor, dirigiéndole varias preguntas sobre un rico campesino llamado Platón, que rehusaba arrendar su campo explotado por un labrador el año precedente.

—El precio es muy subido, Konstantín Dmítrich —dijo Fiódor.

—Bien lo pagaba Mitiuja el año último.

—Platón no dará la misma suma —repuso el campesino con tono desdeñoso—; el viejo Platón no quiere desollar a su prójimo, porque se compadece del pobre y fía en caso necesario.

—¿Y por qué ha de fiar?

—No todos los hombres son iguales, unos viven para su vientre, como Mitiuja, y otros para su alma, para Dios, como el viejo Platón.

—¿A qué llamas tú vivir para su alma o para Dios? —preguntó Lievin.

—Es muy sencillo; vivir según Dios, según la verdad. Claro es que no todos se parecen. Usted, por ejemplo, Konstantín Dmítrich, no perjudicaría al pobre.

—¡Cierto..., cierto!... ¡Adiós! —balbució Lievin, muy impresionado.

Y cogiendo su bastón, se dirigió hacia la casa. «Vivir para Dios, según la verdad..., para su alma.» Estas palabras del campesino hallaban un eco en su corazón, y en su mente se agitaron pensamientos confusos que le parecían fecundos y que se despertaban de pronto al cabo de mucho tiempo para deslumbrarlo con una nueva claridad.

Ana Karenina (Vol. 2)Where stories live. Discover now