Capítulo Tres

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20.02.2019
La Fortaleza de Hierro
Carlos, 11 años

Hoy era martes, Padre estaba sentado en el sillón amarillo que tenemos en una esquina de la sala; leía Juego de tronos. Padre era alto, su cabello siempre iba acomodado hacia atrás y tenía una pequeña barba que le quedaba muy bien a su rostro. Las personas le decían a Padre que se veía muy joven, y eso era cierto. De hecho, Padre me contó que se enteró de que Madre iba a tenerme cuando apenas cumplió los veintidós años, pero casi no le gustaba hablar de Madre y por eso el tema no salía muchas veces a la luz. A mi tampoco me gustaba hablar de Madre.

-¿A qué horas saldrás de trabajar hoy? -Yo jugaba con una servilleta de la mesa a crear formas. Era como origami, pero deforme y feo.

-Puede que a las siete, mi jefe dijo que si tomaba dos horas extra me pagaría mejor -, dijo mientras cerraba el libro. El jefe de Padre no era el típico señor amargado que disfrutaba hacer sufrir a sus empleados para llevarse todo el dinero posible a sus bolsillos, también era muy joven, tres años mayor que Padre. De pequeño lo veía muy seguido porque Padre me llevaba a su trabajo los fines de semana para que no me quedase solo en casa.

Asentí en silencio. Me fui hasta mi habitación para no interrumpir más a Padre en su lectura, porque a mi no me gusta que me interrumpan cuando leo. Al entrar, mi gato Polar se acercó para restregar su cuerpo entre mis piernas, me alegraba que Polar hiciera eso, lo cargué y le di un besito en su nariz rosada.

Mi cuarto era pequeño, tenía una cama individual en medio con sábanas color crema, y había un escritorio cerca de la ventana donde acomodaba mis libretas para dibujar. Los platos de comida de Polar estaban por la puerta y la pared se decoraba con fotografías mías y de Padre junto con pósters de mis series favoritas. Como estaba aburrido, me senté a escuchar música y hacer garabatos. Tenía una obsesión con nombrar todas las cosas que formaban parte de mi vida, y mi habitación se llamaba "La Fortaleza de Hierro"

Me gustaba escuchar Jazz al momento de dibujar, pues sentía que le daba calma a mis trazos. E imaginar eso era divertido. Como hoy me sentía feliz, dibujé algo que me molestaba con toques fantasiosos. Pensaba que si hacía eso, lentamente esas cosas ya no me molestarían y se volverían divertidas.

Había un maestro llamado Luis, nos daba la materia de química en la escuela; era pequeño, con un gran bigote debajo de la nariz y una barba larga. Apenas y tenía cabello en la cabeza. El maestro Luis siempre llevaba camisetas muy ajustadas que hacían ver su barriga muy grande, al mismo tiempo que se ponía unos pantalones muy cortos que dejaban ver el color de sus calcetines, los cuales normalmente eran rojos.

Cuando se molestaba, apretaba los puños y su rostro se volvía muy rojo, se la pasaba gritando y desviando la clase para contar una anécdota de su vida. A mis compañeros le gustaba que hiciera eso porque perdían clase, pero a mi me molestaba porque no era bueno en química y quería mejorar. Aunque sacaría cien cerrado si nos aplicaban un examen sobre la forma en que conoció a su amada esposa Marta. Lamentablemente, jamás nos podrían ese examen, así que me tenía que quedar con las ganas del cien

Los demonios siempre me llamaron la atención, pues había demonios buenos y demonios malos en las historias que leía. Algunos podían manipular muy bien a sus víctimas fingiendo ser seres que no eran, dando una imagen de alguien amable, muy simpático o comprensivo. Así era más fácil confiar en ellos, porque nosotros no confiamos en quienes se ven peligrosos, ya que sabemos que nos pueden hacer daño.

Es como una rata y un pájaro; muchas personas odian a las ratas porque dicen que son asquerosas, por eso piensan que tienen la libertad de matarlas. Pero todos aman a los pájaros y quieren tenerlos en sus casas como prisioneros. Y yo prefería las ratas, porque a mí me parecían lindas. También quería a los pájaros, una vez salvé uno que se quedó atorado en pegamento. Me picó tres veces, pero me seguían gustando. Lo que quiero decir, es que la imagen que damos es muy importante para lo que pensaran de nosotros. Y eso era tonto, pero cierto.

Y como tenía dos temas en mi mente, dibujé al maestro Luis como un demonio rojo que se comía a los niños que le llevaran la contra, un demonio gracioso y que no me interesaría mucho si me lo encontraba en una historia.

Así quedó el dibujo:

Así quedó el dibujo:

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Me dio hambre al terminar, así que bajé a buscar comida. La semana pasada me acabé todas las galletas de chocolate que había en la caja que compró Padre, así que sólo iba a encontrar galletas integrales con pasas. Las comprábamos porque eran baratas y ricas. No tanto como las de chocolate, pero eran ricas a final de cuentas.

Estaba buscando en los cajones de la cocina cuando escuché a Padre hablar por teléfono, imaginé que ya se había ido a trabajar porque el reloj de mi celular marcaba las siete y media. Elevé una ceja desconcertado. Padre casi nunca llegaba tarde a su trabajo, y si lo hacía era porque se sentía mal. Me preocupé al pensar que Padre podría sentirse enfermo.

-Ya lo sé, te entiendo, pero primero tengo que hablarlo con Carlos. -Padre tocaba su frente. -Carlos es un niño muy listo, y lo sabes, Rodrigo. Si le cuento sobre el psicólogo no va a interpretar mal las cosas, sin embargo, me da miedo. No sé si a donde lo llevaré será un buen lugar y tampoco tengo el dinero para pagarle un psicólogo muy caro. No, Rodrigo, ya hablamos de eso...

Rodrigo era el jefe de Padre, lo raro era que no estaban hablando de trabajos o proyectos, sino que estaban conversando sobre mi. A lo que entendía, Padre quería llevarme con un psicólogo, yo quería decirle que no hacía falta y que no pensara en eso.

Ya sabía la causa de que quisiera llevarme. El problema era que no quería que Padre gastará dinero en consultas. Yo quería quedarme en casa, no quería que un desconocido me hiciera recordar cosas que no quería. Sabía que los psicólogos no eran para locos, pero no deseaba recordar. No quería regresar a esa escena. Yo estaba bien.








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