Prólogo

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Algún lugar de Grecia.

Hace más de 4.000 años.


Una persona no sabe lo que es el miedo, no lo siente en todo su cuerpo, hasta que teme mirar su reflejo. No porque la imagen sea desagradable, sino porque es la imagen de un monstruo.

Un monstruo voraz, inclemente, cruel. Un monstruo capaz de helar tu sangre con una mirada. Capaz de congelar tu cuerpo con un pestañeo.

Eso es el miedo. Temerte a ti mismo. Temer moverte. Temer salir de la oscuridad. Temer atisbar por un segundo tus propios ojos.

Y esa había sido su realidad durante años.

¿Se atrevería a mirar ahora? ¿Tan solo un segundo? Hacia tanto tiempo que temía su propio reflejo, que ya no recordaba sus ojos.

¿Habían sido azules, como el mar Egeo? ¿Negros, como el carbón? ¿Tal vez marrones, como la tierra mojada? ¿O habían sido grises? Grises como todas esas estatuas que se amontonaban a su alrededor.

Sin importar donde fuera, sin importar donde se escondiese. Siempre había estatuas. ¿Habían visto todas aquellas almas el color de sus ojos? ¿Habían llegado a tanto?

Durante siglos había tratado de recordar cómo eran. Pero no se había atrevido a mirar nunca. Temía unirse a todas aquellas estatuas. El miedo, de nuevo.

Tal vez su destino era ese, tal vez debía acabar con todo de aquella manera. Realmente quería recordar de qué color eran sus ojos. Y estaba tan cansada del miedo...

Se arrastró por el suelo. Y se detuvo junto al pequeño estanque de aquel bosque. ¿Dónde estaba? ¿Cuánto tiempo había vagado? ¿Importaba?

Con las puntas de los dedos, trazó la superficie del agua. Las ondas se dispersaron con gran rapidez, como si también ellas temiesen. Levantó la mano, y contempló las gotas que colgaban de sus dedos. Durante un segundo casi pudo verse, diminuta, reflejada en aquellas gotas. Y apenas pudo reprimir el impulso de apartar la mirada.

Se incorporó sobre sus rodillas y miró al frente, al bosque que la rodeaba. Si su destino era ser estatua, estaba preparada. Aquel lugar era tan bueno como cualquier otro.

Con un suspiro, se inclinó sobre el agua, los ojos cerrados. Necesitaba un segundo de valor, solo uno. Con lentitud abrió los ojos. Hacia tanto que no se veía que apenas podía reconocer ese rostro. Pero no había cambiado. Veía la misma nariz, los mismos labios rosados, las mismas cejas arqueadas. Y veía los mismos ojos.

Ojos verdes. Si, ahora recordaba. Profundos como la esmeralda.

Verdes, como las serpientes que portaba en su cabeza.

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