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El hambre guía al cansancio, penuria y dolor.



Debajo de las roídas suelas de sus botas, atadas con andrajos, se introducía acuoso fango junto con diminutas piedras grisáceas. Un perlado sudor rodaba por su sien, mezclado con la inolora lluvia, dolían sus muslos por el esfuerzo de impulsarse y alcanzar su única oportunidad de regocijar un famélico estómago.

La humedad crispaba su piel, los músculos agarrotados le ardían y una agria exasperación goteaba en forma de redondas lágrimas. Avanzó unos metros, estirando los dedos para atrapar una crespa melena y escuchó un chillido despavorido. Vio como las afiladas uñas de la joven rasgaban sus brazos, en un vano intento por liberarse. Sin embargo, apretó con más fuerza las hebras de la muchacha, empujándola hacia atrás. Ambos infantes cayeron contra el barro, golpeándose y mordiéndose.

En un pueblo donde las familias masticaban los bordes de las mesas, escarbaban entre las heces restos de semillas y lamían ásperas cortezas; asesinar para robar un cadavérico gato era una decisión bastante lúcida. A pesar de que el difunto minino lucía escuálido y pequeño, valía como menudencia para una espesa sopa, guardar la grasa en frascos e incluso si cosía el pelaje obtendría unos guantes.


La carne significaba vivir y arriesgarse por un latido más.


Aprisionada entre sus brazos, el muchacho buscó su cuello y procedió ha asfixiarla, sin remordimiento. Debajo de su abdomen recorrían vibraciones y golpes. Era miedo. Un visceral horror reflejado en los lagrimosos ojos de la joven porque su cuerpo adormecido cedía ante una deplorable e inevitable muerte.

El ardor, el crujir de las tripas y un vacío estómago quebraba hasta al más cándido humano.

La muchacha le proporcionó tres o más rodillazos en el abdomen, desesperada por erguirse y deshacerse de él. Fue un descuido, una insensatez al creer que nadie la observó cazar aquel maltrecho gato. Este nefasto error iba a usurparle la vida, sus bodrios restos quedarían hundidos en medio de las montañas y sus cinco hermanos morirían de hambre.

Esas bocas que aún aguardaban por ella no sobrevivirán dos días.

Aquella epifanía la impulsó a embocar un golpe directo a la ingle del niño y este la soltó. La joven escupió bilis, jadeante y aturdida, logrando colocarse de pie. Sin vacilar, corrió hacía su agresor y trás un grito iracundo lo empujó contra la nociva pendiente.

Ganó el juego. Lograría vivir un día más. Esta noche sus hermanos probarían una decente cena y aliviarán sus escuálidos cuerpos. Una maliciosa sonrisa curvó su jovial rostro.

Ahora ella contemplaba, por encima, la vista a mitad de la caída.


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Un trémulo alarido desgarró su garganta. Sus dedos ya no rozaban ese gélido cuello y sus harapientas botas no están en tierra firme. Intentó hundir sus uñas contra la maleza para detener su malherido cuerpo. Mas no consigue frenar la caída. No logra respirar, no logra pensar, no logra erguirse. Un sollozo empapa sus pálidas mejillas, impotente. ¡Todo lo que ofrecería por estar de nuevo en la cima!

Le habría encantado cazar ese gato, pues desde hace tres años no saboreaba ni una justa hilacha de carne.

Pensó en su hogar y cuánto le habría encantado desprenderse de aquel ardor cuya madre le dejó antes de salir de casa. Todavía le dolían los dientes, debido a esa fricción de la cuchara contra su boca. Las acusaciones de su madre aún lo lastimaban. Él no robó los granos de maíz. Solo los niños desesperados roban en sus propias casas.

Resignado ante este cruento desenlace, cerró los ojos. Su corazón retumbó agria desesperación y una feroz brisa lude su piel expuesta. El paraje tiñe cruda negrura. Empero, antes del intimidante descenso, su mente comparó su situación con la de su nación. Un glorioso reino que fue derrumbado gracias a la soberbia de su rey. Picas, la orgullosa Picas, quebró como un frágil castillo de naipes ante el hierro de Corazones. Ahora la vergüenza perseguía a los cortesanos, las tierras secaban y el hambre endureció los corazones de sus pobladores y pobladoras.

El hambre, el maldito hambre, que guía al cansancio, penuria y dolor.



El hambre, el maldito hambre, que guía al cansancio, penuria y dolor

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Sueña.

Sueña con una criatura sin rostro y rizos plateados. Diáfanas libélulas parpadean alrededor de su piel luminiscente, mas al tocarla descienden muertos como hojas amarillas. Túnicas sedosas acicalan su "figura" etérea. Líneas doradas graban sus extremidades, las cuales desprenden un hedor insoportable. Al contemplarlas descubre que es sangre entreverada con polvo de estrellas.

Átonos lamentos perturban la calma del valle, la tierra yace calcinada y brotes dorados humedecen sus mejillas. Una grotesca fetidez penetra sus fosas nasales; sin embargo, aquel ser divino abraza con gozo y alegría este líquido. Baila entre las oxidadas cruces, levitando grises cenizas, huesos y pétalos marchitos.

Desorientado, observa a los infortunados que derraman esta sangre dorada. Ocho pecadores agonizan crucificados, oscuras enredaderas traspasan sus llagosos cuerpos, suaves crisantemos emergen de sus pechos e insectos azules carcomen los restos de su pieles. El fúnebre escenario altera su corazón, desea huir de este sempiterno espiral, aunque la esencia de los crisantemos distorsiona su visión.


"Despierta".

Entonces del cielo floreció un reloj mecánico, sin números ni mancillas. Los engranajes giraban y giraban hasta que entonaron una acompasada canción. Trozos celestinos del imponente éter retumban contra la tierra arrasada. Aves coloradas aletean en líneas eclípticas, despavoridas ante los rugidos de la enfurecida deidad. Incluso los ocho pecadores han callado sus delirios.

Clisther había regresado para clamar sangre.

"Despierta, niño".

Cuando recobró el sentido, una dulce fragancia lo envolvió. Un familiar aroma impregnado en sus obnubilados sueños y recuerdos. Alguna vez los mercados vendieron aquella fragancia junto a las violetas, jazmines y canela. Antes de que los sembríos perecieran al lado del sombrío reino. Sí, lo recordaba.

Era el perfume de las rosas.      

False Paradisum (CANCELADO) Where stories live. Discover now