Nota cuatro

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Aquel domingo no tuve ganas de despertar, como tantos días, me entró ese sentimiento de inutilidad y empecé a cuestionarme: ¿Por qué seguía viviendo? Los seres humanos no hacemos más que causar sufrimiento, incluso a nuestro maravilloso planeta. Es perfecto, pero luce tan maltratado. Nada más hacía falta asomarse a mi balcón y ver cómo había disminuido el nivel del río Sinú, o contar cuantos grados había aumentado la temperatura el último verano. Y el calentamiento global no es lo único desastroso de lo que somos culpables, es solo el tema más mencionado, entre una lista interminable de delitos y pecados.

Un bochorno insoportable me obligó a levantarme para entrar a la ducha. Aunque la idea de morir por el calor extremo no me pareció del todo desagradable, solo me desanimó la parte donde mis padres me encontraban sin vida. Y es que no es fácil para un padre tener que enterrar a sus hijos, y menos si se trata de su única hija, de veinte años, que apenas cursa el séptimo semestre de contaduría pública. Ellos se esforzaron mucho para cuidarme bien por tantos años, hicieron grandes sacrificios para que pudiera entrar a la universidad. Sería un desperdicio morir sin, al menos un tiempo, haber ejercido mi profesión.

El agua cubría mi visión, resbalando por mi rostro, haciéndome sentir ahogada. Cerré el paso de agua de inmediato ante la agobiante sensación. Estaba pensando que debía sacar provecho a dos personas a la vez, así quizá podía tener una vida más plena, algunos viajes y lujos. Para mí esa era una gran idea, y parecía que las grandes cosas solo venían a mi mente cuando estaba deprimida.

Me envolví en la toalla y caminé por el estudio así, no tenía ningún problema, incluso, podía andar desnuda y nadie se incomodaría con ello. De alguna manera prefería siempre estar sola, esa fue mi fatal adicción.

Mientras me vestía encendí la estufa y puse a calentar un poco de aceite en un sartén. Saqué de la nevera las rebanadas de pizza de la noche anterior, puesto que, una serviría para mi desayuno. La nevera estaba vacía, no tenía ni lo básico, incluso debía acompañar la pizza con agua.

Era el día de salir a hacer mercado.

Después de desayunar me apresuré a salir de casa antes de que el sol se hiciera más intenso. Me fuí caminando hasta la plaza de mercado, a unos cinco minutos de mi edificio. Allí compré frutas, verduras, legumbres y, por supuesto, una bolsa llena de Bon Bon Bum, una chupeta con chicle que siempre he amado. Todo lo puse en la mochila que colgaba en mi espalda, mientras, en cada mano traía una bolsa liviana.

Me quedé mirando a una viejecita encorvada que vendía verduras en un puesto móvil. Seguramente pasó toda su vida trabajando en el mercado campesino. Quizás así logró criar a sus hijos y darles hasta una educación superior, eso era lo común, pero ¿Por qué estaba todavía allí? No se le veía feliz, estaba cansada y parecía que su vida había sido una rutina aburrida. ¿Acaso sus hijos le permitían seguir esforzándose tanto? Entonces me acerqué a ella.

—Disculpe señora ¿Tiene hijos? —le pregunté sin pensar que podía sorprenderla. Yo solía actuar por impulsos.

Al principio me miró extrañada, pero después ablandó su expresión.

—Sí, tengo dos hijos.

—¿Son profesionales? —inquirí nuevamente con interés.

—¡Por supuesto! Mi esposo y yo les ayudamos a pagar la universidad, uno es médico y el otro arquitecto —mencionó con orgullo.

Lo que nunca te dije, YoonaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora