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𝒟𝑜𝓂𝒾𝓃𝓊𝓈 𝓇𝑒𝑔𝒾𝓉 𝓂𝑒,
𝑒𝓉 𝓃𝒾𝒽𝒾𝓁 𝓂𝒾𝒽𝒾 𝒹𝑒𝑒𝓇𝒾𝓉.


     Aquel neblinoso día, reuníanse los fanáticos en el penumbroso templo del Nuevo Testamento: desbordaban de pánfilos creyentes los angostos e inmaculados corredores; y no habiendo ya más cabida para los demás, se agolpaban algunos en la entrada y otros en los sombríos recovecos de la capilla. Se congregaba la multitud restante en sus umbríos alrededores.

Los fieles, aunque de eufórico y conmovido ánimo, guardaban entre ellos un mutismo absoluto: procuraban no proferir en semejante lugar sagrado, sin la queridísima presencia del padre, ni el más mínimo sonido. No habían entre uno y otro ni un saludo de cortesía, ni una nimia charla a murmullos. Cundía el silencio, por los momentos. Aquellas almas abnegadas —sumisas y temerosas de la ira de su Señor— aguardaban con gran emoción y esperanza la llegada de su aclamado guía; el cual, reverberando entre los muros las tres campanadas que indicaban la «Heure Sacrée», hizo acto de presencia, para fortuna y gozo de sus expectantes fieles.

―¡Bienvenidos sean todos, hermanos y hermanas, a la casa del Todopoderoso! ―bramó con renovado e inconmensurable júbilo el respetado Padre Bauer; cuya áspera y profunda voz retumbaba con fuerza en el interior del templo, por encima del sinfónico repicar de las campanas, causando gran asombro en unos y pavor en otros―. ¡Que la Divina Providencia esté con ustedes!

Respondió entonces la multitud al unísono:

―¡Que así sea!

Ya no pudiéndose escuchar ni el suave repicar de las campanas ni los mortuorios graznidos de los cuervos, que con altanería se posaban sobre los maltrechos mausoleos, oíanse los presurosos latidos de un malherido corazón. Las ennegrecidas suelas de las pesadas botas de combate del padre Bauer impactaban con firmeza contra los lánguidos tablones de madera, y el aire frío que provenía del este, en aquel precioso y lluvioso día de junio, hacían bambolear su estola e impoluta alba.

Solemne, con voz apacible, ubicado detrás del podio y asido a él con ambas manos, Bauer exclamó:

―Tengo para ustedes, hermanos, una pregunta que pondrá a prueba la inocencia de sus almas ―Sonrió aquel, mordaz, jactancioso, y tras un breve pero significativo lapso de silencio, prosiguió―: Díganme, amigos míos, ¿qué es aquello que los humanos aman, más que a sí mismos?... ¿Qué es aquello para ustedes?, ¿qué será, o qué podría haber sido? ―Dos pasos a la derecha, luego tres, luego cuatro; esta vez se oía con mayor intensidad, con una mayor nitidez, yacía justo bajo sus pies, el zumbido de un corazón; era un golpeteo incesante e infernal: los últimos latidos de un buen corazón―. He de confesarles que esta incógnita ha rondado mi cabeza por mucho tiempo... ¡Sí!, mucho, mucho tiempo ―Con su dedo índice golpeteó reiteradas veces su sien derecha, sin borrar de su rostro aquella perniciosa sonrisa―. ¿Qué es?, me pregunté... Así como ustedes ahora.

Bauer inició su caminata —largas zancadas, pasos confiados—: dirigía la mirada hacia la cohibida multitud, deambulando entre ellos con las manos entrelazadas tras la espalda y sus hombros ligeramente encorvados; caminaba entre ligeros balanceos, visiblemente jocoso. Entretanto, el pueblo le observaba atento, silencioso, agachando de vez en cuando sus cabezas ante su peligrosa cercanía, como muestra de respeto.

―¿Lo saben?..., ¿alguien, quien sea, sabe acaso qué es? ―inquirió y aguardó pacientemente por un buen rato, y sin embargo nadie respondió―. Ya veo..., ya veo. Desconocen la respuesta, pero no se avergüencen por ello, hermanos, pues a mí también me tomó algún tiempo dar con ella. ¡Y no lo hubiese logrado... ―exclamó, deteniendo de forma abrupta su travesía entre aquel turbio mar de espíritus, y sin titubear, giró sobre sus talones y se posó frente al alto y áureo altar, ante la enorme crucifixión― sin la ayuda del Todopoderoso! ¡Él habló conmigo, reveló ante mí la verdad!, y ahora yo hablaré por Él ante ustedes.

Bloodthirsty © | Rivamika.Where stories live. Discover now