𝐏𝐫𝐞𝐟𝐚𝐜𝐢𝐨.

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El viento arremetía contra su cabello, despeinando sus oscuras hebras que se balanceaban en torno a su rostro y se pegaban a su piel por la humedad que emanaba.

Aquella noche era tan oscura y fría como cualquier otra en la ciudad, las nubes pintaban un aspecto muy oscuro, casi negro, que solo podía significar que se avecinaba una tormenta.

La luna lo recibía con los brazos abiertos iluminando su perfil a cada paso que daba. Dio un salto y se sujetó de las salientes de uno de los techos que estaban a punto de caerse. Un paso en falso y caería desde una altura de tres pisos.

Se dio tiempo para jadear y concentrarse, ignorando el reciente trastabilleo que le robó más de un suspiro. Fijó la vista y batió las pestañas con decisión, la nieve a su alrededor nublaba ligeramente sus sentidos.

Olfateó el aire y luego de un rato sonrió. Lo había encontrado.

Siguió corriendo descalzo por sobre las tejas y baldosas de los viejos techos de Londres, muchas estaban tan flojas que al mínimo toque se caían, despertando a los gatos de los callejones que lanzaban un maullido a manera de protesta.

Cualquiera que hubiese sido capaz de verlo diría que se trataba de un ambriento depredador que corría forzado por sus instintos y su hambre tras una pequeña presa. Nada muy alejado de la realidad.

Todo en esa zona de la ciudad lucía opaco y triste, tanto los edificios como las personas y animales que ahí abundaban.

Se limpió el sudor con el antebrazo antes de que este llegase a sus ojos y detuvo el paso en una de las casas más pequeñas de esa calle. Todo en ella parecía ser viejo y el aire a su alrededor era pesado y se sentía como una fuerte presión en el pecho.

Volvió a olfatear el ambiente corroborando que estaba en el sitio correcto; sí, olía a desesperación.

Sujetándose con las piernas del techo, se asomó introduciendo la cabeza por el marco de la ventana. El cristal estaba roto y podía ver el interior gracias a una vela que alumbraba tenuemente el tapiz rasgado de las paredes. Podía ver una pequeña habitación pobremente decorada con unos pocos muebles, una cama, algunas sillas y un pequeño tocador. La iluminación se veía interrumpida por una ligera sombra que no dejaba de moverse levemente y cambiar de forma.

Agudizó la vista colocando las palmas de sus manos a cada lado de la ventana para así poder sujetarse mejor. Sus cabellos caían libremente al encontrarse suspendido boca abajo casi por completo.

Ahí, en una de las esquinas justo debajo de una mesa pequeña de madera, lo vio; aquel pequeño y tembloroso ovillo se trataba de un niño. Se cubría del frío con los brazos mientras temblaba, sus mejillas estaban enrojecidas por la notable fiebre que padecía y lo único que lo resguardaba era una larga y sucia camisa que le cubría hasta las piernas. Los dedos de sus pies se retraían contra sí, cubiertos de ligeras manchas violetas y raspones.

Decidió entrar para examinarlo mejor, por lo que de una patada rompió la ligera y oxidada cerradura, causando un estruendo momentáneo por el cual la pequeña figura sufrió un sobresalto.

El niño se limpió la cara rápidamente y batió las pestañas para observar mejor. La ventana se encontraba abierta de par en par, dejando entrar una gran ráfaga de aire y un poco de nieve a su paso que lo golpeó de lleno en la cara, haciéndolo temblar.

Dio unos rápidos pasos y con toda la fuerza que tenía empujó las portezuelas de la ventana con afán de cerrarla y así impedir el paso al frío que comenzaba a calarle los huesos. Cerró los ojos por el esfuerzo y con agilidad colocó una silla contra esta, logrando que las manijas de la ventana se atorasen en la blancuzca madera del respaldo.

Jadeó unos momentos mientras se sentaba en la silla, aún con los ojos cerrados y la respiración pesada y errática.

Abrió los ojos de golpe al sentir una ligera ráfaga de aire caliente chocando contra sus mejillas, ahogando un alarido cuando se encontró con dos cuencas oscuras y seis hileras de afilados dientes a manera de sonrisa a unos cuantos centímetros de él.

La vela se apagó. Su garganta se cerró. Su rostro palideció. Su grito salió ahogado y casi mudo, por la falta de aire.

Un alargado dedo fue colocado en sus labios con un "shh" de fondo, podía sentir el frío que este emanaba contra su piel, helándola.

Sus cabellos fueron retirados de su rostro por lo que le parecieron largas y oscuras garras, que momentos después definieron sus rasgos y se pasearon con libertad por su piel.

Se encontraba paralizado, admirando a aquella figura que se inclinaba sobre su cuerpo inerte del miedo en la vieja silla. Era alto, muy alto, de piel blanca y cabellos oscuros como el hollín, sus ojos, dos perlas negras de brillo opaco que reflejaban su rostro presa del pánico, y el detalle final, su sonrisa; surcada por unos labios llenos de pequeñas heridas y manchas de color carmín, decorada por seis hileras de pequeños y afilados dientes que asemejaban a los de la ilustración de un hambriento tiburón que una vez vio en un libro, puntiagudos, voraces.

Su respiración se calmó tras unos segundos al ver que aquella cosa solo lo miraba con curiosidad a la espera de una reacción.

La vela en la habitación volvió a encenderse de golpe y la iluminación golpeó un lado del rostro de aquella figura, solo entonces el pequeño reparó en todos los demás detalles que lo conformaban; su pecho y torso estaban decorados por una fina camisola de lo que parecía ser seda, dejando ver a la perfección su delgada figura, hilos dorados y plateados formaban flores y pequeñas hojas en la tela, traía un pantalón de vestir que se encontraba doblado por la parte de abajo, llegando hasta sus rodillas recubiertas de banditas adhesivas y moretones. Una que otra pequeña hoja de color verde vivo se colaba entre sus cabellos y vestimentas, parecían surgir de su anatomía, de él mismo. El pequeño reparó en que no portaba calzado alguno, pero que por sus piernas recorrían ligeras cadenas de un metal que bien pudo haber sido oro y que se enredaban por sus dedos. En su cintura, destacaba una flauta de pan de brillante madera con algunos garabatos grabados.

Entonces fijó su vista en sus grandes manos; un poco antes de sus muñecas su piel de porcelana pasaba a tonos grises y de ahí a oscuros como el alquitrán, en las puntas de sus dedos resaltaban largas y puntiagudas uñas de color negro, coronadas por los más preciosos y brillantes anillos que haya visto en su vida.

El niño entonces cedió ante su propia curiosidad y con cautela llevó sus manos al rostro del contrario. Nunca en sus ocho años de vida había visto algo como aquel muchacho frente a él.

Tocó su piel. Fue un toque descuidado propio de cualquier niño, que hundió la punta de sus dedos en aquella blanca, suave y fría piel de papel.

El dueño de aquella, por su parte, limpió las heladas lágrimas del pequeño con sus dedos y le dedicó una media sonrisa, y con una voz que resonó en la mente del niño, habló.

—No llores, mi pequeño, buenos tiempos se aproximan —le sujetó el rostro con ambas palmas, devorando los suspiros que el pequeño soltaba. —, regresaré, te lo prometo, y sanaré tu corazón lleno de heridas.

Y así, en menos de un pestañeo, se desvaneció.

猿 || 𝐍𝐞𝐯𝐞𝐫𝐥𝐚𝐧𝐝 || 𝐘𝐌 Donde viven las historias. Descúbrelo ahora