02. Gente como nosotros

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『 capítulo ii: GENTE COMO NOSOTROS 』

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capítulo ii: GENTE COMO NOSOTROS

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La sala era blanca, increíblemente blanca.

El aire olía a productos de limpieza y lejía, y de vez en cuando se escuchaba a lo lejos la gangosa tos de un paciente que parecía estar a punto de ahogarse en su propia mucosa. Las baldosas cuadradas blanquecinas brillaban bajo la luz de las bombillas del techo, reflejando en el suelo su figura distorsionada de aspecto cansado. Ofelia oyó las ruedas de un carro siendo arrastradas por el pasillo y a los pocos segundos vio a través de la reluciente cristalera a varios miembros del equipo médico del hospital empujando una camilla.

El hospital era grande, pero gracias al mayor de los Arisu no había tenido ningún problema para encontrarlo a pesar de que el mapa de la ciudad que había impreso en Italia nunca había abandonado sus algo bronceadas manos por si tenía que usarlo —era verano cuando había abandonado su ciudad en busca de un futuro incierto, por lo que el sol había besado su piel proporcionándole un lustroso color acaramelado—. Un vasto aparcamiento abarrotado de coches y ambulancias estaba situado en el patio delantero del hospital y, en medio, una alta torre metálica con el logo de la empresa médica le había indicado desde la distancia el camino a seguir para llegar a su destino.

El centro médico contaba con tres edificios, uno universitario donde los estudiantes de medicina hacían sus prácticas y dos comunes donde los pacientes eran tratados por profesionales especializados. A Ofelia le había tocado pasar la revisión en la infraestructura universitaria, con dos chicas y un chico que no paraban de mirar, analizar y apuntar cada uno de los gestos que el profesional realizaba para después intentar copiarlos con éxito. Una de las chicas, de pelo negro y ojos chocolate, había sido la encargada de medirla y pesarla, mientras que la otra, de largos cabellos trigales y nariz aguileña, le había realizado una espirometría simple. El chico, con cara de mala gana, tenía la misión de apuntar todos los datos que sus compañeras le iban diciendo.

A Ofelia le habían gustado las miradas sorprendidas que los estudiantes de prácticas cubiertos con batas blancas se habían lanzado disimuladamente entre ellos al verla pulverizar la cinta eléctrica en la que le habían ordenado correr durante quince minutos; le gustaba sentirse superior y, en aquel momento con sus pies volando sobre la cinta oscura, lo había sido. Al final, tras tomarle la tensión y hacerle unos análisis —la parte que menos le gustaba pues no soportaba las agujas—, le habían pedido educadamente que aguardara los resultados en una habitación vacía del mismo pasillo.

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