CAPÍTULO II EL MENSAJERO VERDE

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Preparaba un poco de café en la tetera. Luna se alistaba en la habitación; planeábamos salir a caminar por la ciudad, ver cómo estaba todo aquel primer día de enero. Con suerte, las calles se encontrarían vacías y todo el mundo estaría en sus casas, sufriendo resacas y vomitándolo todo sobre sus ropas. Es lo que esperábamos; caminar largo rato sin chocar los codos o tropezar las espaldas con otras personas.

A pesar de ser el primer día de enero, mi gerente de finanzas no dejaba de llamar insistentemente al teléfono. Un tipo que sabía de su trabajo, pero también un sujeto intenso, llamando para reportar actividad todos los días de su vida. El hombre perfecto para el cargo de tal magnitud.

Sin embargo, estábamos primero de enero, día festivo. No planeaba contestar.

Serví dos tazas de agua caliente y coloqué en ellas el café filtrado. De la tostadora retiré los panes y abrí la bandeja de mermelada, con la que embarré ambas tostadas. Dejé los platos servidos en el comedor y, mientras Luna terminaba de arreglarse, decidí echar un poco de agua al árbol de la ventana. Había crecido a una velocidad impresionante.

Lo adquirimos el día veinticinco de diciembre. Aburridos en casa, dudábamos si salir al cine o a nadar en alguna piscina, porque el calor de la tarde era sofocante. No optamos por ninguna de esas opciones; decidimos ir al parque a comer helado y sentarnos bajo un árbol a disfrutar de la brisa, acompañados de buena música.

Luna vistió ese día un sombrero de paja toquilla y una blusa desmangada, zapatillas de una gran flor en el centro y una falda que bajaba hasta el borde superior de sus rodillas. En su hombro llevaba una canasta de campo. Verla era contemplar un rayo de sol que, escapando de su cruel destino de morir impactando contra alguna superficie, para darle a ella el calor de vida que le pertenecía, decidió desviar su trayectoria y materializarse en una mujer. Ganar humanidad en una singular metamorfosis que extinguió todo aspecto intangible de su naturaleza de rayo solar, mas conservó su brillo y calor.

Y ser testigo de eso, te arranca una sonrisa.

—¿Me veo mal, acaso? —preguntó al notar la curva en mis labios.

—Te ves perfecta—respondí.

Tomé su mano y dejamos el edificio. Pagamos un taxi hasta el parque y ambos nos sentamos en la parte trasera, haciendo contacto visual en pequeñas ocasiones, mas sin emitir ninguna palabra en todo el trayecto. Yo me dedicaba a observar el mundo a través de la ventana, sin soltar la mano de Luna, entrelazada en mis dedos.

Cuando su tacto me poseía, la visión me llegaba de manera diferente. Su mano tenía una influencia en la manera en que mis ojos acomodaban la percepción lumínica del exterior; los impulsos eléctricos generados en mi retina se transformaban en su viaje hasta mis lóbulos occipitales, a donde llegaban irreconocibles, mas perfectamente procesables. Y en ese proceso de lectura de la información ocular, lo que se me devolvía a nivel consciente era una percepción aceptable del exterior. Un mundo distante de ser distópico y a medio camino de la utopía. Un universo en donde la existencia de mi ser como materia era aceptada con regocijo, y la madre naturaleza me abrazaba entre su pecho de pulmones oxigenados.

Y tal descripción no hace justicia a la verdadera sensación de esa suave palma sobre la mía.

Al bajarnos del taxi supimos que nuestros cálculos fueron correctos. La cantidad de personas en el parque era mínima; el sol era muy fuerte como para motivar visitas en aquel día. Se veían familias comiendo en algunas de las mesas de campo, jóvenes paseando a sus mascotas y parejas caminando de la mano. Pero, en general, podía decirse que el lugar estaba vacío.

Luna ajustó su sombrero y echamos a andar. Teníamos que localizar el árbol perfecto, aquel con una copa suficiente para brindarnos sombra en los cambios de ubicación del sol, propiciados por las diferentes horas. Y que, además, tuviese un tronco grueso, asentado sobre un terreno de césped poco elevado y bien podado.

Diario de una desintegraciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora