CAPÍTULO IV ANALOGÍAS, EL MAR

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Sentí el calor sofocante en el rostro. Mis ojos se despegaron con esfuerzo y poco a poco se iba formando la imagen del exterior. El sol matutino golpeaba directo sobre el balcón y su intensidad me tenía transpirando copiosamente. En cuanto realicé un movimiento, sentí el dolor de espalda. Levanté mis brazos y noté el mismo dolor en los codos.

Me senté. Al girar el cuello, traqueó que parecía iba a romperse. Cadera, tobillos y glúteos también dolían. Dormir en el suelo no era nada reparador. Había despertado como un viejo motor de auto que se entera que tiene que volver a funcionar tras años apagado, y se queja gritando a manera de estruendos acompañados de humo. El humo, en mi caso, se traducía al dolor muscular.

Observé el árbol. Su tronco seguía igual que al principio; su rama viviente ya no existía, volvía a ser una rama simple y aburrida. Comprobé el teléfono a mi lado y estaba descargado.

Completando la tarea, me levanté del suelo y sacudí un poco mi brazo y rodillas, llenos de pequeñas piedrecillas. Necesitaba un baño. No tenía idea de la hora y con gran esfuerzo logré recordar el día. Era sábado, un día después de la muerte de Luna.

Intenté en lo posible no pensar en ella. Ignorar la fragancia impregnada en los rincones del departamento, sus palabras flotando en la nada de la sala o el aroma de sus comidas en la cocina. Era todo ilusiones innecesarias porque eran imposibles de ser cumplidas.

Ingresé al servicio y al pasar frente al espejo y mirar mi cuerpo de reojo, el reflejo me resultó irreconocible. De no haber visto nunca mi reflejo, habría dicho que aquel sujeto no era yo, porque no sentía que lo fuese.

Para evitar perderme en aquellas ideas, opté por tapar el vidrio. Recogí una sábana de la cajonera y utilicé un poco de cinta para pegarla en el espejo. Cubierto, no había duda alguna sobre la percepción de mi anatomía. Era mía y no estaba bien dudar de ello. ¿Qué estaba bien, últimamente? me planté la interrogante a manera de restar importancia a aquel suceso irracional.

Dentro de la ducha, tras dejar el teléfono cargando, dejé que el agua cayese fría. Deseaba despertarme, mantenerme alerta. De ser posible, deseaba congelarme ahí, de pie bajo el chorro de agua, permanecer hecho un cubo de hielo por largos años y ser descongelado cuando el dolor por la muerte de Luna se hubiese extinguido. Pero para ello necesitaba ser un hielo con consciencia y los hielos no tienen consciencia.

Restregué bien todo mi cuerpo y dejé la suciedad escapar por el desagüe. Seguía siendo un misterio el haber perdido a Luna. Nunca fue nada oficial, las reglas de la maldición fueron todas evitadas. Y luego la conexión con el árbol, otorgándome ese presentimiento, una suerte de instinto.

Si me concentraba era capaz de volverlo a sentir. Una energía de naturaleza distinta a la humana. Una corriente que subía por mi espina dorsal y se esparcía desde ella a cada sector de mi cuerpo. La manera en que conseguía traducir aquel indescifrable lenguaje yo mismo la desconocía. Era un simple acto de "llenado" Mi cerebro, careciente de aquella información, de pronto la absorbía desde las raíces esparcidas en mi organismo. Y aún así, no era un planteamiento exacto que me dictase un hecho en concreto. Era una intuición, una corazonada.

Esas mismas raíces me impedían expresar mi luto en lágrimas. Sentía la cascada de sollozos detrás de mis ojos, esperando para salir a toda presión en cuanto me permitiese llorar. Y quería hacerlo, sentía la necesidad. Mas algo muy dentro me lo impedía. Así como me fue impedido gritar en aquella caída al vacío cuando el reflejo partió el vidrio.

No era un ser careciente de cariño. La pérdida de Luna me dolía inmensamente y el ser incapaz de expresar mi agobio era frustrante. Ni una sola lágrima, ni un solo sollozo. Intenté colocar mis ojos abiertos debajo de la ducha, deseaba sentir el ardor e impulsar el lagrimeo. Funcionó; un débil y misero lagrimeo que no desahogó mis emociones.

Diario de una desintegraciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora