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Capítulo 3 | Pequeña Lulú

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Desde que yo era muy pequeña, mi madre se aseguró de enseñarme que en nuestra casa había un montón de reglas que yo tenía que seguir al pie de la letra. Un ejemplo claro era que, durante la cena, tenía absolutamente prohibido apoyar los codos sobre la superficie de la mesa, dejar restos de comida en el plato, hacer demasiado ruido al masticar, soplarle a la cuchara antes de ingerir la sopa, comer del plato de otra persona y hablar o beber agua con la boca llena.

«¿Qué puedo decir? Nací en una familia estricta».

Esa noche, mamá preparó crema de brócoli, pure de patatas y filete.

Mientras papá y yo disfrutábamos de nuestros alimentos en completo silencio, noté que los ojos azules de mi madre estaban clavados en mí. Traté de no darle mucha importancia e incluso fingí no darme cuenta de que ella estaba mirándome. Era imposible que alguien me hubiese visto llegar en una motocicleta a la academia de ballet. Sin embargo, también sabía que existía una pequeña posibilidad. Lo único que me quedaba por hacer era cruzar los dedos y esperar que no lo supiera.

—¿Cómo te fue hoy en la práctica, cariño? —exclamó ella, dejando los cubiertos sobre su plato.

Me tragué la cucharada de pure de patatas que acababa de llevarme a la boca, levanté la cabeza y le sonreí a mi madre a modo de respuesta.

—Bien, muy bien. Como siempre.

Se limpió las comisuras de los labios con una servilleta de tela y después juntó las manos encima de la mesa. Ese gesto solo significaba una cosa, ella sabía algo y quería que se lo dijera.

—¿No hay algo que quieras decirme, Blaire? —me mordí el labio y miré lo que quedaba de filete en mi plato de porcelana—. Porque Imelda llamó hace unas horas.

En cuanto el nombre de esa mujer fue mencionado en la conversación, un fuerte retorcijón en el estómago me hizo perder por completo el apetito. Imelda Clive era famosa por conocer hasta los secretos más oscuros de los habitantes de Jackson Heights. Lo peor era que disfrutaba esparcirlos sin importarle que las personas involucradas pudieran verse envueltas en problemas por su culpa.

Si mi madre sabía que me había montado en una motocicleta con un chico, tendría que despedirme de mi celular, de mi televisor y también de mi colección de libros románticos.

—Bueno... —comencé, pensando en una mentira.

—¿Por qué no me dijiste que van a montar una obra en la academia?

La presión que sentía dentro de mi pecho desapareció casi de inmediato.

—Lo siento, lo olvidé.

—¿Qué obra van a montar?

—Uh, creo que...

—No balbuces.

—Lo siento —murmuré con las mejillas calientes—. Creo que montaremos el lago de los cisnes.

El rostro de mi madre se iluminó, ella amaba esa obra.

—Fantástico, es una obra estupenda. —Regresó su atención a su crema de brócoli con una sonrisa enorme en los labios—. Supongo que ya solicitaste el papel principal, ¿verdad?

—Sí —contesté, forzando una sonrisa—. Las audiciones son este viernes.

—Magnifico —comentó muy emocionada—. Esta es una gran oportunidad para que los demás vean tu verdadero talento. Tienes que conseguir ese papel cueste lo que cueste.

—Helena —exclamó mi padre—. No le digas eso a la niña.

—¿Qué? No es un papel cualquiera, estamos hablando de la reina cisne. Ahora más que nunca debe esforzarse para demostrar que es la mejor bailarina de toda la academia.

Cita a Ciegas ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora