18 | Todos sienten miseria

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Si Perséfone pudiera describir al Inframundo en una palabra, esa sería:
Irreverente.

Muchos hubieran elegido palabras como pavoroso, escrupuloso, agónico... pero a Perséfone creía que definir con palabras al Inframundo respecto a su aspecto era describirlo sólo por la mitad de lo que era.

Porque a pesar de ser un lugar de penumbras, delirio e histeria pura, también era irreverente.
¿Que por qué había designado al Inframundo de esta forma? Porque todo era una maldita locura que no tenía lógica. A cada vez que lo pensaba más no dejaba de confirmarlo. Sólo había que verlo fríamente:
¿Ríos de fuego y almas disueltas a lamentos? ¿Una barca en la que caben cientos de muertos? ¿Un perro guardián de tres cabezas con cola de serpiente? ¿Espectros que sienten dolor?

Nada tenía sentido en esas tierras. Todo se volvió más confuso cuando encontró almas en busca de ayuda. Aunque no de la forma que ella creía.

El Valle de Asfódelos era una enorme laguna de lamentos, demasiadas voces que se perdieron hasta vagar sin dueño alguno, como ecos olvidados. Se escuchaban como si hablaran frente a Perséfone o susurraran a su oído a pesar de estar en soledad. Esa turbia situación atentaba contra su cordura. Muchas voces pedían súplica al aire, otras lloraban por su dolor, sin embargo, todas sentían miseria y Perséfone estaba abrumada a pesar de mantenerse fuerte ante la oscuridad. Pero, para sorpresa de Perséfone, no lograba encontrar a nadie, estaba igual de perdida en medio de toda esa espesa niebla que le impedía ver siquiera a un metro de distancia.
Así como el Campo de los Elíseos era en realidad una villa donde grandes héroes y buena gente descansaba, el Valle de Asfódelos era un enorme bosque de niebla y tierra putrefacta donde parecía no haber alma alguna. Otras dos cosas irreverentes del Inframundo agregadas a la lista.

Tras ese enfrentamiento con la ninfa Leuce se sumergió en esas tierras desconfiadas. No se negó a ello ya que era su deber, pero creía que serlo menos complicado.
Cuando encontró a una mujer tumbada entre las raíces de un árbol envenenado, temblaba de frío bajo sus ropas hechas trizas. Perséfone se acercó a ella escuchando su voz, no pedía perdón ni clemencia, no pedía nada. Estaba aterrada hasta no poder decir algo con su voz interior.

Perséfone se quitó su capa y la cubrió hasta exaltarla con un respingo de susto. La calmó como pudo viendo para todos lados y haciéndose más pequeña entre las raíces.

—No te asustes, estoy aquí para ayudarte.

—Aléjate de mí —murmuró hecha pavor aquella mujer hasta los huesos—, vete o nos encontrará.

Perséfone frunció el entrecejo. Apenas la había encontrado a ella como para sentirse asechada por alguien. No quería confirmar si sus palabras eran ciertas así que debía de apresurarse.
Tiró de sus brazos en intentos fallidos de levantarla para poder regresar al Campo de Elíseos. Cosa que no resultó ya que la mujer estaba reacia a tumbarse allí, debía intentar de otra forma.

—Tenemos que movernos —intentó, la mujer ni se inmutó en verle a la cara. Un largo suspiro le acompañó antes de proseguir—. Dime, ¿cuál es tu nombre?

—Soy... Marie —dijo ella pudiendo notar que tenía un ligero acento a una lengua que Perséfone desconocía.

—Marie, no hay nada aquí afuera que nos haga daño.

—Mientes. ¡Yo lo he visto! Es una bestia de colmillos y garras, está cerca. Lo puedo escuchar cuando su cola de cascabel hace sonido.

Perséfone estaba lejos de entender a lo que se refería. Sólo había visto a un ser como ella lo describía. ¿Garras? ¿Colmillos? ¿Cola de serpiente?

¿Se refería a Cerbero? Esperaba que no.

—Incluso... me hizo esto.

Confirmó que no se trataba de Perséfone al levantar su falda y ver su piel desnuda de su muslo desgarrado. Era un corte profundo e irritado.

K O R EWhere stories live. Discover now