Capítulo 62

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—¿Qué diablos me estás haciendo? —dice besuqueándome el cuello—. Me tienes completamente hechizado, Crin. Ejerces alguna magia poderosa.

Me suelta las muñecas y le paso los dedos por el pelo, descendiendo de las alturas.

Aprieto las piernas alrededor de su cintura.

—Soy yo la hechizada —susurro.

Me mira, me contempla, con expresión desconcertada, alarmada incluso.

Poniéndome las manos a ambos lados de la cara, me sujeta la cabeza.

—Tú... eres... mía —dice, marcando bien cada palabra—. ¿Entendido?

Lo dice tan serio, tan exaltado... con tal fanatismo.

La fuerza de su súplica me resulta tan inesperada, tan apabullante.

Me pregunto por qué se siente así.

—Sí, tuya —le susurro, completamente desconcertada por su fervor.

—¿Seguro que tienes que irte a Norwalk?

Asiento despacio.

Y, en ese breve instante, veo alterarse su expresión y noto cómo cambia su actitud.

Se retira bruscamente y yo hago una mueca de dolor.

—¿Te duele? —pregunta inclinándose sobre mí.

—Un poco —confieso.

—Me gusta que te duela. —Sus ojos abrasan—. Te recordará que he estado ahí, solo yo.

Me coge por la barbilla y me besa con violencia, luego se endereza y me tiende la mano para ayudarme a levantarme.

Miro el envoltorio del condón que tengo al lado.

—Siempre preparado —murmuro.

Me mira confundido mientras se sube la bragueta.

Sostengo en alto el envoltorio vacío.

—Un hombre siempre puede tener esperanzas, Faya, incluso sueña, y a veces los sueños se hacen realidad.

Suena tan raro, con esa mirada encendida.

No lo entiendo.

Mi dicha poscoital se esfuma rápidamente.

¿Qué problema tiene?

—Así que hacerlo en tu escritorio... ¿era un sueño? —le pregunto con sequedad, probando a bromear para aliviar la tensión que hay entre nosotros.

Me dedica una sonrisa enigmática que no le llega a los ojos y sé inmediatamente que no es la primera vez que lo ha hecho en su escritorio.

La idea me desagrada.

Me retuerzo incómoda al tiempo que mi dicha poscoital se esfuma del todo.

—Más vale que vaya a darme una ducha.

Me levanto y me dispongo a marcharme.

Frunce el ceño y se pasa una mano por el pelo.

—Tengo un par de llamadas más que hacer. Desayunaré contigo cuando salgas de la ducha. Creo que la señora Pavel te ha lavado la ropa de ayer. Está en el armario.

¿Qué?

¿Cuándo lo ha hecho?

Por Dios, ¿nos habrá oído?

Me ruborizo.

—Gracias —murmuro.

—No se merecen —dice automáticamente, pero noto cierto tonillo en su voz.

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