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N I N A

Cuando el chófer de mi padre detiene el motor del coche, un flamante Bentley negro, frente al edificio de mi familia, una imponente edificación de doce pisos en pleno centro de Chamberí, considerado de los barrios más pijos y castizos de Madrid, algo se remueve en mi interior. Parece increíble que hayan pasado casi seis años desde que salí por esa puerta.

Como toda hija de rico al que no le importa derrochar unos cuantos miles de euros todos los meses (y durante años), en cuanto cumplí los doce, mi padre decidió enviarme a un prestigioso y elitista internado femenino en Edimburgo, donde he pasado los últimos años. Eso, por supuesto, no significa que durante estos seis largos años no haya visto a mi familia, ni mucho menos. Como en cualquier centro educativo, nos daban unas pequeñas vacaciones durante el invierno para celebrar la navidad con nuestras respectivas familias y luego, en verano, durante el mes de agosto. El cual, por cierto, paso cada año junto a toda mi familia en la mansión vacacional de la Isla de Capri, una bahía de Nápoles.

Hace unas semanas me gradué de bachillerato, lo que significa que mi etapa como estudiante de instituto ha llegado a su fin y, aunque hasta noviembre no cumplo los dieciocho, le pedí a mi padre que me sacara de allí pues había decidido hacer la selectividad en España y matricularme en una de sus universidades. A él, por supuesto, no le hizo una pizca de gracia ya que realmente pensaba que iba a quedarme en Edimburgo a estudiar otros cuatro o cinco años más, igual que mi hermano en su momento.

Joaquín, el chófer, me abre la puerta para que salga del vehículo y cuando lo hago, me levanto las gafas de sol para observar con atención el majestuoso edificio de piedra y mármol blanquecino e impecable. Justo encima de la puerta giratoria de la entrada puede leerse, en letras doradas y resplandecientes, como si acabaran de sacarles brillo: CARCAÑOSO.

En cuanto nos ve el portero, un hombre calvo que me saca dos cabezas, nos abre la verja de hierro y se acerca a nosotros. Me saluda con un asentimiento de cabeza y comienza a cargar con mis maletas hasta el interior del edificio. Yo cojo un par de bolsas de mano y le sigo hasta la entrada. Joaquín no nos acompaña.

Dentro del edificio se huele a algún tipo de ambientador floral que me da la sensación de estar caminando por una senda de flores. Las paredes del vestíbulo, blancas y brillantes, están cubiertas en gran parte por espejos y cuadros abstractos. En el centro del amplio vestíbulo se encuentra una fuente de piedra y el chapoteo del agua cayendo hace eco por la estancia.

Llegamos a la zona en la que se encuentra una fila de tres ascensores de puertas plateadas, y mientras esperamos a que se abran las puertas, me tomo la libertad de acercarme a uno de los espejos para retocarme el pintalabios carmesí que llevo puesto, es uno de mis favoritos.

—Señorita Carcañoso —me avisa el portero del edificio con tono autoritario cuando las puertas del ascensor se abren.

Le dedico una sonrisa fingida y me encamino hacia el ascensor, colándome entre el poco espacio que han dejado mis maletas.

—No hace falta que me trates de usted —trato de sonar cordial.

Él no responde y se cruza de brazos una vez que pulsa el botón de la planta diez.

El edificio consta de doce plantas, pero mi casa como tal solo ocupa las tres últimas. El resto de plantas se dividen en salas de reuniones del partido político de mi padre, el bufete de abogados de mi madre, despachos, oficinas y un largo sin fin de etcéteras. Antes, el piso de mis abuelos ocupaba las plantas ocho y nueve pero cuando mi abuela falleció, hará cosa de siete u ocho años, mi abuelo decidió mudarse a nuestra casa y cedió su vivienda para crear nuevas oficinas.

C A O S #CiudadDelPecado1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora