Capítulo 6

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Fue difícil contestarle a Áureo, pues no esperé que apareciera justo por la entrada de aquella abandonada construcción. Nos observamos por un instante que se percibió eterno, aún sorprendidos por la presencia del otro.

—Esta es propiedad privada —Rompió con el silencio—. No puedes estar aquí.

Me levanté de inmediato, consiguiendo que las cabras respingaran sobre la paja donde se dormían. En ningún momento aparté la vista de él. Áureo me examinó de pies a cabeza cuando estuve un par de pasos más cerca. Entrecerró los ojos antes de avanzar solo treinta centímetros.

—¿Qué te pasó? —preguntó mientras me señalaba.

Bajé la cabeza y miré hacia mi ropa manchada de lodo, pasto y agua como si no me hubiese dado cuenta antes. El dolor volvió a percibirse por mi cuerpo.

—Me caí del cerro —Fui honesto, aunque muy tímido—. Nada grave.

Inclinó la cabeza hacia su izquierda, no del todo convencido. Se acercó todavía más, sin temerme como a los chicos con los que pasaba gran parte del tiempo. Yo no le causaba miedo alguno, sino pena.

—Te está sangrando la cabeza —Se señaló a sí mismo para que yo le copiara el movimiento.

De inmediato me pasé los dedos por la nuca y me percaté de que tenía razón. Nunca tuve una herida similar, así que me preocupé. Mi mamá no debía verlo o se angustiaría aún más que yo. Me prohibiría salir y no quería seguir aburriéndome en casa de mi abuelo.

—Ya se curará —Me consolé en tono bajo.

Áureo no dijo nada, ni siquiera reaccionó a mi comentario. Miró hacia el piso húmedo antes de dar media vuelta y encaminarse a la salida. Creí que me diría que me fuera, pero no. Quizás pensó que yo no tenía nada que hacer en ese sitio y que pronto me aburriría de él. Sin embargo, la realidad a eso era muy distinta.

No iba a admitir que me escondía por traer una pistola minutos atrás, ni mucho menos que esa arma me la prestaron sus principales acosadores. No conocía a Áureo de nada y temía ser delatado por él. Tenía motivos para quemarme, aunque yo no le molestara.

Cuando atravesó la construcción y dio sus primeros pasos por el campo húmedo, me acerqué rápidamente para pedirle que esperara. Se volteó a medias, observándome por encima del hombro.

Su mirada, tan oscura y seria, me provocó un regocijo en el estómago que no sabía si me asustaba o gustaba. Cuando no estábamos en la escuela Áureo parecía otra persona. No se mostraba frágil o asustado ante mí, sino lo contrario. Me encogí en mi sitio y evadí su mirada. De repente se me subió el calor al rostro, producto de la vergüenza que me causaba lo siguiente que diría.

—Me perdí y no sé cómo volver a mi casa —confesé—. ¿Podrías ayudarme?

Permaneció callado, apretando los labios y frunciendo las cejas. Estaba dudando de una respuesta muy simple. Acabó por girarse de lleno en mi dirección, bajando la cabeza.

—No debería —Tragó saliva—. Creo que lo mejor es que nadie sepa que nos vimos.

El viento y los truenos lejanos anunciaron que la lluvia caería dentro de nada. Aquello era terrible, en especial porque mi camino de vuelta a casa sería toda una travesía y no podría avisarle a nadie que estaba bien. Incluso en el pueblo un celular era necesario, aunque no siempre hubiese buena señal.

Miré hacia el cielo antes de regresar la vista a él, implorándole con mis gestos que me ayudara.

—No le diré a nadie —dije antes de tambalearme un poco a causa de un breve mareo. La cabeza no paraba de doler, en especial por la herida—. Te lo juro.

El aroma a lavanda [EN LIBRERÍAS]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora