"¿Qué más puedes pedir?"

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Al rato de haberse ido, volvió con cara de pocos amigos. Inmediatamente, la enfermera, Michelle McArthur, salió de la habitación. Su cara furiosa me contagió un poco, además de que sabía que iba a echarme un segundo sermón.

- ¿Ya me reconoces? - inquirió duramente.

- No, y no creo que lo haga - admití, muy segura de mis palabras.

- Antes, eras muy diferente, como yo. Pensábamos igual, íbamos a todos lados juntas... - se ablandeció, mientras miraba al horizonte.

- Yo no elegí esto - contraataqué, antes de que mi corazón diera de sí -. Tú has venido tratándome como si fuera un monstruo, como si tener amnesia fuera algo antinatural. 

- Sí, lo sé, pero no podía ocurrirte esto. Tú..., tú tenías ideas - me reprochó -, ibas a casarte... - interrumpí lo que parecía ser un largo discurso poco alentador.

- ¡¿Qué?! ¡Yo nunca pensaría en casarme tan joven! ¡Eso..., eso tiene que ser un farol! - estallé en gritos.

- Es guapo, y tiene dinero. ¿Qué más puedes pedir? - escupió.

- No me puedo creer que fuera tan cínica,... - susurré, mientras buscaba el botón de llamada a la enfermera. Cuando apareció Michelle, hablé con voz alta y clara - Llévatela, por favor.

- Vamos, Señora Graham, deje que su hija se recupere con normalidad 

Se levantó del sillón a regañadientes, y pronunció sus últimas palabras con desdén:

- Dentro de un rato vendrá tu padre. Espero que lo trates mejor que a mi.

Salió por la puerta con aires de diva y desapareció de mi vista.

Definitivamente, no quería saber nada más de esa mujer.

El tiempo pasó rápido, aunque no tenía otro entretenimiento que mirar por la ventana. Me imaginé historias sobrenaturales, en otros planetas, de zombies, hombres lobo, vampiros... 

Estuve vagando en espacios sin sentido de mi mente, hasta que la puerta de mi habitación individual se volvió a abrir.

- ¿Rachel? - un hombre de unos cincuenta años, se asomó a mi puerta. 

- Supongo que tú eres mi padre, ¿me equivoco? - le pregunté. 

- No, no te equivocas. ¿Qué tal estás, cariño? - me acarició el pelo, y me dio un beso en la frente.

- Un poco abrumada, pero bien.

- No me extraña. Tu madre ha llegado ha casa soltando blasfemias, y he decidido venir a verte - eso me llevó a una conclusión: si mi madre no hubiera llegado a su casa así, no hubiera venido. Le di vueltas a esa hipótesis, y me pareció del todo correcta.

- Bien - mi mente, en ese momento, me dio una idea genial -. Papá..., ¿podría pedirte algo? - puse una cara convincente.

- Claro, princesa, lo que quieras - lo mismo me había dicho mi madre, y mira como acabó.

- ¿Podría vivir en un piso yo sola, por favor? 

- ¿Y eso?

- No quiero tener peleas diarias. ¿Crees que podrías tenerme el piso y todo instalado para cuando salga de aquí?

- Rachel... 

- ¡¿Qué?! Sabes que es lo mejor para todos, así que no me vengas con idioteces. 

- ¿Tú quieres eso? - asentí con descaro - Está bien, lo tendrás, pero no volverás a pisar nuestra casa en tu vida, ¿entendido? 

 Mi boca formó una o, pero lo pensé con frialdad: podría vivir sola, sin regaños diarios, siendo yo y manteniéndome por mi misma. Era lo que siempre había querido. 

- Sí - mi respuesta lo decepcionó. 

- Está bien. Dentro de dos días tendrás un piso en el centro de la ciudad, y con todas tus cosas en él.

- Vale.

- Adiós, que te vaya bien. 

Otra persona que volvió a desaparecer por la puerta. Me puse a pensar: ¿Qué esperaban de mi cuando despertara? Me imaginé abriendo los ojos, poco a poco, como una princesa. Me carcajeé. Esas cosas solo pueden pasar en las telenovelas. 

Pensé en que mi vida tendría que empezar de nuevo: comencé a elaborar ideas y las escribí en un papel, ya que tendría que empezar a mantenerme desde ahora. 

Las horas pasaron. No recibí nuevas visitas, y, siendo sinceros, lo agradecía mucho. Me gustaba la soledad. Podía pensar en todas las cosas que quería hacer justo desde el momento en el que me dieran el alta. Iba a ser feliz, y nadie iba a estropearme ni a mangonearme.

        Después de una semana a base de sedantes, sueros, y cosas así, decidieron darme el alta. Me dijeron que estaba en perfectas condiciones para llevar una vida normal, solo que tendría que tener en cuenta que no podría recordar mi pasado en la vida. También me explicaron que perdí mi memoria por un accidente de coche. Me llevé un buen golpe cuando otro conductor (que iba ebrio) hizo chocar su coche contra el mio. Afortunadamente, no le ocurrió nada, pero pudo haberse metido en un buen lío legal si hubiese querido demandarlo.

Aquel miércoles fue el día de mi perfecto cambio. Michelle me dio una bolsa de tela, poco llamativa, para que metiera uno de mis conjuntos de ropa, el que había decidido no ponerme aquel día. Hoy decidí ponerme mis vaqueros oscuros, una camiseta de manga corta y encima una sudadera gris que me quedaba más bien grande. Me até los cordones de mis vans negras, y me peiné por última vez en mi estancia en el hospital. 

        Bajé por las escaleras. Necesitaba hacer un poco de ejercicio, ya que tenía las piernas entumecidas de tanto tiempo sin poder levantarme de la cama. Los médicos tenían miedo de que pudiera marearme, por todas esas pastillas que hacían que estuviera grogui todo el tiempo.

        Cuando llegué abajo y me comenzaron a dar los rayos de sol, casi grito de la alegría. No era lo mismo que estar encerrada en una habitación. Sentí en mi cara el calor del sol, y eso, en aquellos momentos, era muy acogedor. Decidí sacar mis gafas de sol de espejo, y me las puse en un movimiento. Por lo menos mis reflejos no habían sufrido daños aparentes. 

Me disponía a girar la esquina, cuando una mano (por lo que noté, bastante grande) agarró suavemente mi brazo. Ante aquel estímulo, decidí girarme. 

- Hola. ¿Tú eres Rachel Graham? - una hilera de dientes blancos esperaba una respuesta de mis torpes labios.

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⏰ Última actualización: Feb 08, 2015 ⏰

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