Capítulo 11

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Después de admirar desde la altura la belleza del gran terreno floreado, nos dispusimos a bajar del cerro justo por una zona bastante inclinada. Era la única forma que teníamos para llegar a nuestro destino, pues no existían caminos de tierra que nos llevaran a salvo hasta ahí.

Áureo me preguntó en broma si no tenía una técnica especial para bajar rodando y que de esta forma llegáramos más rápido. Aunque al principio fruncí el entrecejo y traté de mostrar que me molestaba que se riera de mi dolor, acabé por sonreír con timidez a sus palabras.

Nos acercamos lentamente hacia la parte inclinada, él por delante. Me explicó que pisara de lado y lo hiciera lentamente para evitar resbalones y más golpes. Hizo una pequeña demostración por el camino que tomaríamos y esperó a que yo lo imitara.

Pero con un brazo lastimado y los pies más torpes del mundo, no logré mantener muy bien el equilibrio para bajar justo como Áureo sugirió. Casi aterricé en el suelo un par de veces y en otras más mi mano logró impedir que me golpeara el cuerpo a cambio de recibir los peores impactos de la tierra.

—Deberías bajar sentado —Él no tuvo problemas para recorrer un pequeño tramo de esta forma y mostrarme cómo podía hacerlo.

—Me voy a ensuciar más el pantalón...

Giró los ojos, un poco desesperado por mi torpeza y mi poca colaboración. Ayudar a un niño rico no era tarea fácil, hasta yo lo admitía. Áureo se levantó del piso, se sacudió un poco el trasero y volvió a pedirme que intentara bajar de lado como llevaba haciendo por varios metros. Yo estaba un poco más cansado de lo esperado y ya no quería seguir lastimándome. Al ver mi indecisión, se le ocurrió una idea sencilla.

—Dame la mano —Y me la extendió sin dudar.

No quería pensarlo demasiado y aceptar, pero la emoción de su propuesta no me dejó. Incluso retrocedí ligeramente. Estaba avergonzado, temeroso y alterado. De repente se me quitó el frío del cuerpo y mis piernas se sintieron más débiles que cuando bajaba por el cerro. ¿De verdad quería darme la mano?

Se la extendí con cierta duda, aunque seguía más cerca de mi cuerpo que del suyo. Él tuvo que avanzar un paso para alcanzarla y sujetarla con fuerza y seguridad. La brusquedad de su movimiento causó que respingara y mantuviera los ojos bien abiertos, fijos en él. Su mano estaba más caliente que la mía.

—Yo te sostengo, güero —Quizás pensó que tenía miedo—. Solo pisa igual que yo.

Su confianza fue contagiosa, así que lo seguí sin poner más excusas, todavía con el corazón y la cabeza hechos un lío.

Áureo era fuerte, más de lo que hubiera esperado. Pudo con su cuerpo y aparte con el mío durante la bajada. Soportó mis resbalones y fue también esa pared de la que me sostuve en más de una ocasión. Nunca habíamos tenido una cercanía así; cosa que le agradecí a mi torpeza. Solté varias exclamaciones cuando creí que me caería, como una alarma para que Áureo corriera a rescatarme. A veces me reía, otras no tanto. Pero siempre estuve al pendiente de que su mano siguiera sosteniendo la mía.

Se ven bien juntas.

La sola idea me hacía sonrojar y sonreír como un idiota.

Una vez que los dos nos hallamos en tierra firme tras un trayecto corto, pero agotador, me soltó. No miró ni siquiera a nuestras manos ni a mi rostro, sino que se fue directo al campo para pasearse en él. Yo no tuve más alternativas que seguirlo de cerca, viendo cómo se ponía a oler cuantas flores le fueran posibles.

Las sujetaba con el índice y el pulgar, las aplastaba y después se olía los dedos, disfrutando de la fragancia que de por sí ya era fuerte y relajante. Queriéndolo imitar, hice lo mismo. Tomé un par de flores, las estrujé y olí de cerca su aroma. Era mejor que el de los suavizantes de ropa o el de los matorrales de ciudad.

El aroma a lavanda [EN LIBRERÍAS]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora