Anya

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Para calentar empezaremos con veinte abdominales, veinte flexiones y golpes simples con el compañero. Uno lanza el puño y el otro para el golpe, después cambio. Repartíos por toda la clase.

Nos vamos al rincón más apartado.

--Empieza tú – me dice.

Me tumbo en el suelo, flexiono las rodillas, y él se pone a mis pies para sujetármelos. No suelo hacer abdominales, así que no llevo ni cinco cuando empiezan a darme calambres en el abdomen y en el cuello.

Jack me observa detenidamente por encima de mis piernas, y hace una mueca cada vez que subo. Cuando llego a diez me permite respirar un par de segundos antes de volver a ponerme.

--Te vas a hacer daño en el cuello – me advierte señalando mi postura.

Se desliza por el suelo hasta ponerse a mi lado, entonces coloca una mano en la parte baja de mi espalda. No sé por qué ese contacto me provoca un escalofrío que me recorre la columna.

--Intenta que al levantarte no tires de todo tu cuerpo haciendo fuerza con el cuello. El esfuerzo debe ser con el tronco para no lesionarte – me enseña -. Venga sólo te quedan diez.

--¿Es amabilidad eso que noto en tus palabras? – pregunto para chincharle.

Él pone los ojos en blanco y vuelve a su sitio en mis pies.

--No te acostumbres – responde, con lo que creo que es una sonrisa.

Cuando por fin acabo los veinte abdominales y las veinte flexiones (que descubro que no tengo ni idea de cómo se hacen), me tiembla todo el cuerpo y noto como me caen goterones de sudor por la espalda. Qué asco. Al menos ahora es el turno de Jack y podré descansar mientras tanto.

Se quita la camiseta y se tumba en el suelo. Estoy a punto de quejarme cuando me percato de que a nuestro alrededor la mayoría de chicos han hecho lo mismo (incluso algunas chicas).

Me pongo a sus pies, se los sujeto entre mis piernas y apoyo el resto de mi cuerpo contra las suyas, quedando mis brazos y cabeza apoyados en sus rodillas.

Lo miro mientras termina de colocarse. Bueno, lo que hago en realidad es intentar que los ojos no se me vayan a su torso (aunque no lo consigo). No podría haberme tocado un instructor feo y desagradable para que me fuese mucho más fácil odiarlo, no, tenía que tocarme este Adonis esculpido en mármol.

--Cuando termines de babear – dice alzando una ceja – empezaré.

Intento que no se dé cuenta de la vergüenza que siento ahora mismo y hago un gesto con la mano mostrando indiferencia.

--Miraba la cicatriz que tienes en el costado – miento, aunque la verdad es que sí que me llama un poco la atención -. Soy curiosa, eso es todo.

Parece creerse eso, ya que asiente con el ceño fruncido.

Comienza a hacer el ejercicio, y cada vez que sube, su cara se queda a pocos centímetros de la mía. Debería apartarme, pero no lo hago, en su lugar estudio sus ojos cada vez que se encuentran con los míos. En ellos hay bondad y un profundo dolor. También percibo algo de malicia, pero la misma que un niño travieso podría tener. Siempre se me ha dado bien leer a la gente, por eso sé muy bien a quién escojo como amigo.

Esta vez se queda arriba, estudiándome a la vez que yo a él. Eso parece incomodarle un poco.

--¿Es necesario que estés tan cerca? – pregunta cortante.

--¿Es que acaso te pongo nervioso?

--No.

--Pues entonces no le veo ningún inconveniente a mi proximidad – respondo mordaz.

--No te quiero tan cerca, no necesito darte motivos – repone gélidamente.

Me siento sobre mis talones y me alejo de él. Ya vuelve a ser el mismo borde e imbécil de hace unos minutos.

Nos ponemos en pie para la última parte del calentamiento, la parte de lucha. Yo ya estoy cansada, aunque al menos ya se me ha secado el sudor; él, en cambio, está tan fresco y lleno de energía como antes de empezar. Deben de ser los años de práctica y entrenamiento, este tipo de sesiones ya no le suponen ningún esfuerzo.

--Si quieres empieza tú – sugiere -, así verás cómo es la posición defensiva y evitarás llevarte más golpes de los necesarios.

Asiento con la cabeza a modo de aceptación. Y me pongo delante de él. Jack flexiona ligeramente las rodillas, alza los puños hasta la posición de la cara de modo de que los antebrazos ejercen de escudo.

Lanzo un puñetazo, y él aparta mi brazo con facilidad. Rebufa mientras niega con la cabeza.

--¿Qué es lo que estoy haciendo mal, imbécil?

--Me alegra que me lo preguntes, lunática – al oír ese nombre no puedo evitar sonreír -. Eres muy débil, apenas tienes fuerzas en los brazos – dice moviéndomelos -, eso lo iremos solucionando. Estás mal colocada – se pone a mi espalda, apoyando las manos en mis caderas y presionando hacia abajo -, muy tensa, tienes que flexionar las rodillas. Gira la cintura con cada golpe y – se agacha para moverme las piernas – procura tener los pies más abiertos que los hombros... ¡Vaya! – exclama sorprendido – Tienes las piernas muy fuertes.

--No entiendo tu sorpresa, yo hago deporte. Salgo a correr todos los días ¿sabes?

Alza las manos riéndose.

--Tranquila – retoma su posición defensiva -. Probemos de nuevo.

Le pego un puñetazo justo en el antebrazo derecho, y sólo consigo que un calambre me recorra la mano. Golpearle a él, es como darle a una piedra.

--Mucho mejor – me felicita y yo no puedo evitar sonreír.

--Vale – anuncia Tania -, ahora que cada pareja se ponga delante de uno de los maniquíes. Voy a hacer el ejercicio una sola vez – advierte marcando cada palabra – así que estad atentos.

Se pone delante del hombrecillo de gomaespuma naranja y le pega seis patadas en los costados alternando las piernas. Después le lanza un puñetazo a la cabeza y se agacha, y otra vez, así diez veces. Y por último le hace ocho ganchos en el estómago.

--Queda media hora de clase. Así que venga – nos apremia.

Al acercarme a nuestro maniquí, me doy cuenta del mal estado en que se encuentran. Se nota el paso de los años en él, aunque cabe a esperar después de no sé cuántos años recibiendo palizas de novatos.

Los Colores de La CoronaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora