Parte XXXVI (Capitulo 142)

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Capítulo ciento cuarentaidós

»CAPÍTULOS FINALES 

—Te prometo que es la última.

Yo decido mejor no responderle. Me había dicho lo mismo hace casi veinte minutos, y ha tomado dos latas de cerveza desde entonces.

—¿Vives en el mismo lugar? —le pregunto.

Estoy intentando distraerlo, que piense menos en el alcohol. Aunque, honestamente, dudo que pueda siquiera pensar. Tiene demasiadas Blue Moon en la sangre. Yo he pedido una cerveza ligera. Voy a manejar. No puedo excederme. 

—No, me cambié a… —frunce el ceño, mirando fijamente la lata de cerveza azul—. No, sigo en el mismo lugar. Mm. Ya se me olvidó.

Pongo los ojos en blanco.

—Supongo que tu hermana vive contigo.

—¿Qué? —grita.

El ruido de la música se ha hecho más fuerte, por lo que seguramente no me ha escuchado.

—Que si tu hermana vive contigo —grito lo suficientemente alto para que pueda escucharme.

—Ah, sí, ella —le da un trago a la cerveza—. Me va a putear con ganas. 

—¿Por qué?

Se encoge de hombros.

—Porque bebí. No le gusta el olor a alcohol. Dice que siempre estaba rodeada de borrachos.

Ah, entonces está lo que le sigue de jodida. Bobby no renunciaría a tomar. Puede tener a una mujer que casi lo ha domado, pero el alcohol no es algo a lo que vaya renunciar. Aunque, por supuesto, esperar un acto de fe es permitido.

—Entonces deberías dejar de tomar.

Agita la cabeza y se bebe el contenido de la lata en un solo trago. Está moviendo los labios, como si emitiera palabras, pero no puedo oírlo.

—¿Sabes qué más extraño de mi viejo yo? —mira la lata con desagrado. Sabe que está vacía—. No es el sexo, lo que es irónico considerando lo mucho que me gusta. En el sexo soy muy bueno. Pregúntale a cualquiera de las putas que me he tirado.

Tengo un rarísimo impulso por meterle un puñetazo, pero opto por controlarlo y sólo escucharlo.

—Lo que extraño es la compañía. Sí, bueno, tal vez no era mucho tiempo, pero era algo. Siempre ha sido mejor que nada. 

Deja la lata sobre la taberna y cruza los brazos. Tiene la mirada fija en un nombre rayado sobre la madera. No puedo verlo a los ojos (porque está de perfil, porque está oscuro o por ambas), pero consigo percibir la pesadez y la tristeza en todo él. A mí me recorre un escalofrío, porque el hombre que tengo junto a mí no es ni la sombra de quien conocí hace años.

—Cuando yo era niño, mis padres me pusieron en esta casa de acogida en Nueva Orleans para protegerme —se remoja un poco los labios—. Tenía siete años. Fui de esa clase de niños mimados que tenían todo, así que ponerme en esa casa de acogida, sin nada, era el lugar perfecto para ocultarme. Aún mejor si era al otro lado del mundo. Antes de dejarme, mis padres prometieron que iban a regresar por mí. Yo les creí —agita la cabeza—. Nunca volvieron. Murieron. 

Hace una seña rápida al cantinero y en un parpadeo tiene una nueva cerveza en sus manos. Ha pasado casi un minuto. Finalmente, continúa.

—A los quince años, después de educarme durante ocho años como un niño sin dinero, fui inscrito en una escuela de prestigio en Seattle. Creí que se trataba de mis padres. No lo sé. Creí que al fin iban a venir por mí. El dinero ya me valía mierda. Sólo quería volver a verlos. Esa casa de acogida era una porquería. Las mujeres allí eran todo menos maternales.

Cincuenta Sombras y Luces de Theodore GreyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora