Los niños felices - Arthur Machen

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Un día después de la Navidad de 1915, mis deberes profesionales me llevaron al Norte; o, para ser más preciso, como nuestros convencionalismos, al Distrito Nordeste. Había habido ciertas charlas singulares; varios chismorreos respecto a que los alemanes tenían un "escondrijo" por parte de Malton Head. Nadie parecía saber exactamente qué hacían allí o que esperaban lograr. Mas la información corría como un incendio de una boca a otra, y se creyó conveniente que tal habladuría fuese seguida hasta sus orígenes, y expuesta al público o negada de una vez por todas. Me dirigí, pues, al Distrito Nordeste, el domingo 26 de diciembre de 1915, y continué mis investigaciones a partir de la Bahía Helmsdale, que es un pequeño pueblo marítimo situado a tres kilómetros escasos del cabo Malton.

La gente de los prados y las marismas también se habían enterado de la fábula, considerándola con supremo desdén. Por lo que pude averiguar, dicho cuento había tenido origen en los juegos de unos niños que durante el verano habían vivido en Helmsdale. Habían improvisado un burdo drama de espías alemanes y su captura, y habían utilizado la Caverna Helvy, situada entre Helmsdale y el cabo Malton, como escenario de sus juegos. Esto era todo; aparentemente, los bobos habían hecho el resto; los bobos que creían de todo corazón a los rusos, y se persignaban ante aquel que expresaba sus dudas respecto a los Angeles de Mons.

—Los niños forjaron un cuento que no se creían —me espetó un habitante del pueblo, que seguramente me juzgó más prudente que otras personas.

Naturalmente, no podía comprender, pese a todo, que un periodista tiene dos deberes: proclamar la verdad y denunciar la mentira. A primeras horas de la tarde del lunes, ya había terminado con los alemanes y su escondite, y decidí detenerme en Banwick antes de regresar a casa, pues había oído comentar a menudo que era un lugar bellísimo y curioso. De modo que cogí el tren de la una y media, y empecé a internarme, deteniéndome en muchas estaciones desconocidas en medio de las grandes mesetas; cambié de tren en Marishes Ambo, y proseguí el viaje por un territorio extraño, a la escasa luz de la tarde invernal.

De pronto, el tren abandonó el terreno llano y comenzó a descender por una cañada profunda y estrecha, oscurecida por bosques a cada lado, amarillenta por las ramas quebradas, solemne en su soledad. Lo único que se movía era el río acaudalado y turbulento que espumeaba sobre las rocas, y formaba plácidos remansos en las orillas.

Los oscuros bosques se diseminaron en grupos de antiguas matas de espinos; grandes rocas grises, de formas raras, surgían del suelo; y otras dentadas se elevaban hacia las alturas a cada lado de la cañada. El río iba creciendo y ensanchándose, y siguiendo su curso llegamos a Banwick al ponerse el sol. Contemplé la maravilla de la ciudad a la luz del crepúsculo, rojizo por occidente. Las nubes ensombrecían los rosales; había mares de verdor por entre islas de luz carmesí; y nubes relucientes como espadas flamígeras, como dragones de fuego. Y por debajo de aquellos colores, de aquellas luces confundidos se veían las luces del puerto abajo, y más arriba, al otro lado del puente, la abadía en ruinas y la inmensa iglesia en la colina. Salí de la estación por una antigua calle, tortuosa y estrecha, con recintos cavernosos y patios que se abrían al otro lado, y tramos de peldaños que ascendían hacia las terrazas de las casas, o descendían al puerto y a la marea del agua.

Distinguí muchas casas torcidas, casi hundidas por el peso de los años, casi por debajo del nivel del suelo, con techumbres de troncos de árbol derruidas y portales encorvados, con rastros de grabados grotescos en sus muros. Y cuando llegué al muelle, al otro lado del puerto había la más asombrosa confusión de techos de tejas rojas que había visto en mi vida, y la gran iglesia normanda de color gris, en la colina pelada que los dominaba. Más abajo, las barcas se balanceaban con la marea, y el agua ardía en los fuegos del atardecer. Era la ciudad de un sueño mágico. Estuve en el muelle hasta que en el cielo hubo desaparecido todo resplandor, y las aguas y la noche invernal quedaron completamente a oscuras en Banwick.

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