Fuera de la tierra - Arthur Machen

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Durante agosto hubo una confusa queja acerca de la mala conducta de los niños en ciertos balnearios de Gales. Semejantes informes son sumamente difíciles de rastrear; y nadie tiene mejor razón que yo para saberlo. No necesito recorrer el ancestral suelo galés; pero temo que en estas fechas mucha gente desearía no haber oído nunca mi nombre.

Por otro lado, un considerable número de personas están preocupadas seriamente, desde mi punto de vista, por mi bienestar. Me escriben cartas, algunas con amables censuras, rogándome que no prive a las pobres almas enfermas del pequeño consuelo que encuentran en medio de sus penas. Otros me envían folletos izquierdistas; los demás son violenta y anónimamente injuriosos. Y además, con escritura espaciada, en hermosa forma de libro, el señor Begbie se ha enfrentado a mí, en mi opinión, severamente.

De mi parte, todo era completamente inocente, más bien casual. Yo, que en prosa soy un pardillo, no hice sino expresar mi insignificante lamento en el Evening News, porque así lo quise, pues sentía que la historia de los arqueros debía ser contada. Cuando todo el mundo está en guerra, un inventor de fantasmas es, el cielo lo sabe, una despreciable criatura; pero pensé que, de todos modos, a nadie perjudicaría que yo atestiguara, a la manera del arte fantástico, mi creencia en la heroica gesta de las huestes inglesas que regresaron de Mons tras combatir y vencer.

De un modo u otro, fue como si hubiera pulsado un botón y puesto en funcionamiento un terrible y complicado mecanismo de rumores que se pretendían auténticos, de murmuraciones que se las daban de evidentes, de extravagantes disparates, en los que la buena gente creía. El supuesto testimonio de esa hija de un canónigo muy conocido tomó por asalto las revistas parroquiales, e igualmente disfrutó de la confianza de los eclesiásticos disidentes.

La hija negó saber algo del asunto, pero la gente todavía citaba sus supuestas palabras; y las publicaciones se enredaban con los relatos, probablemente verídicos, de las angustiosas alucinaciones y delirios de nuestros soldados en retirada, hombres fatigados y destruidos hasta el borde de la muerte. Todo resultó peor que los mitos rusos, y como en las fábulas rusas, parecía imposible seguir el curso del engaño hasta su fuente.

Y eso ocurrirá, en mi opinión, con este extraño asunto de los impertinentes niños de una ciudad galesa de la costa, o mejor de un grupo de pueblos situados en determinada región o comarca que no voy a precisar tanto como quisiera, pues amo a este país y mis recientes experiencias con Los arqueros me han enseñado que ningún cuento es demasiado fútil para ser creído. Y, por supuesto, para empezar nadie sabía cómo se originó este extraño y malicioso chisme. Que yo sepa, se parece más a los mitos rusos que el cuento de los ángeles de Mons. Es decir, el rumor precedió a la impresión; se habló del asunto y pasó de una carta a otra mucho antes de que los periódicos advirtieran su existencia. Y —aquí se asemeja bastante al incidente de Mons— Londres y Manchester, Leeds y Birmingham murmuraron cosas desagradables mientras los pequeños pueblos implicados disfrutaban inocentemente de una prosperidad desacostumbrada.

En esta última circunstancia, como creen algunos, hay que buscar el fundamento. Es sabido que ciertas ciudades de la costa este padecieron el terror de los ataques aéreos, y que una buena parte de sus visitantes usuales se dirigieron al oeste. Así pues, existe la teoría de que la costa este fue lo bastante ruin como para divulgar rumores contra el oeste por pura malicia. Puede que así sea; no pretendo saberlo. Pero ahí va una experiencia personal, que ilustra la forma en que se divulgó el rumor. Estaba yo un día almorzando en mi taberna de Fleet Street —a comienzos de julio— cuando entró un amigo mío, abogado de la firma Serjeants Inn, y se sentó a mi mesa. Empezamos a hablar de las vacaciones y mi amigo Eddis me preguntó adónde pensaba ir.

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