La cosa invisible - W. H. Hodgson

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Carnacki acababa de regresar a Cheyne Walk, en Chelsea. Supe de tan interesante acontecimiento por una postal, parca en palabras, que releía una y otra vez, en la que se me rogaba que me personase en su casa, no después de las siete de la tarde de aquel mismo día. El que suscribe, así como los restantes miembros de su selecto círculo de amigos, sabíamos que el señor Carnacki había pasado en Kent las tres últimas semanas; pero, aparte de este hecho, no sabíamos más de él. Carnacki era de naturaleza reservada y huraña, y sólo daba señales de vida cuando le apetecía.

En tales casos, sus otros tres amigos, Jessop, Arkright, Taylor, y yo recibíamos una postal o un telegrama, rogándonos que fuésemos a verle. Y eso era algo que, por nada del mundo, ninguno nos hubiésemos perdido, ya que después de una cena frugal, aunque exquisita, Carnacki se hundiría en su gran sillón, encendería su pipa y aguardaría a que nos hubiésemos instalado confortablemente en nuestros asientos de costumbre para comenzar a hablar.

Aquella noche, en particular, fui el primero en llegar y me encontré a Carnacki sentado, fumando tranquilamente, incunado sobre un periódico. Se levantó, me estrechó fuertemente la mano, me indicó una silla y volvió a sentarse, sin pronunciar palabra. Tampoco yo dije nada. Conocía demasiado bien a aquel hombre para importunarle con comentarios sobre el estado del tiempo, así que tomé asiento y un cigarrillo. Al poco tiempo llegaron los tres que faltaban, y pasamos una hora agradable cenando.

Acabada la cena, Carnacki se acomodó en su sillón y, siguiendo su costumbre como antes apunté, cargó su pipa y dio unas bocanadas, concentrándose en el fuego de la chimenea. Los demás adoptamos las posturas que nos parecieron más cómodas, cada uno a su manera. Uno o dos minutos después, Carnacki comenzó a hablar, ignorando cualquier observación preliminar, y fue sin rodeos al argumento de la historia que sabíamos que iba a contarnos.

—Acabo de regresar de la mansión de sir Alfred Jarnock, en Burtontree, al sur de Kent —dijo, sin apartar la mirada del fuego—. Como en los últimos tiempos habían tenido lugar en ella unos sucesos extraordinarios, el señor George Jarnock, el hijo mayor, me envió un telegrama, en donde me preguntaba si podía ir a su casa y ayudarles a aclarar un poco lo sucedido. Le contesté que sí, y me fui.

El castillo tenía adosada una antigua capilla, que era la responsable de haber conseguido una notable reputación de lo que, en términos populares, llamaban «apariciones». Como no tardé en descubrir, los habitantes se habían sentido más bien orgullosos de ello hasta no hacía mucho, justamente cuando había sucedido algo sumamente desagradable; aquello sirvió para recordarme que los fantasmas familiares no siempre se contentan con desarrollar funciones, podríamos decir, meramente ornamentales. Sé que puede sonar a risa eso de que un fenómeno sobrenatural, respetado durante mucho tiempo, de repente se vuelva peligroso; en este caso, la historia de las apariciones era considerada poco más que un antiguo mito, excepto después de anochecer, momento en que al parecer se hacía más tangibles.

Pero, cualquiera que fuese la naturaleza del fenómeno, no hay duda de que lo que podría llamarse la esencia de la aparición que residía en el lugar, de pronto se había convertido en algo peligroso, incluso mortalmente peligroso, después de que, una noche y en la capilla, el viejo mayordomo hubiese estado a punto de morir apuñalado por una antigua daga sumamente peculiar.

Según supone la gente, esa daga es la que se aparece en la capilla. Al menos, la historia transmitida en la familia siempre ha venido a decir que la daga atacaría a cualquier enemigo que se atreviese a aventurarse en la capilla después de anochecer. Por supuesto, tal creencia había sido recibida con la misma seriedad que la gente suele atribuirle a la mayor parte de las historias de fantasmas, es decir, sin suponer que pudiese causar ninguna molestia real. Quiero decir que la mayor parte de la gente jamás sabe de verdad si cree poco o mucho en cuestiones sobrenaturales o extraordinarias, y por lo general jamás tendrán oportunidad de saberlo. Además, como todos conocéis, soy tan tremendamente escéptico en lo que se refiere a la supuesta autenticidad de las historias de fantasmas como cualquier persona que conozcáis; sólo que podría definirme a mí mismo con el término de escéptico sin prejuicios.

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