XV

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ARSENIO LUPIN EN PRISIÓN
No hay un turista digno de ese nombre que no conozca las orillas del
Sena y que no haya observado, yendo desde las ruinas de Jumieges a las
ruinas de Saint Wandrille, el extraño y pequeño castillo feudal de
Malaquis, tan orgullosamente erguido sobre su roca en pleno río. El
arco de un puente lo une con la carretera. La base de sus torres
sombrías se confunde con el granito que la sostiene y que es un enorme
bloque de piedra desprendido de no se sabe qué montaña y arrojado allí
por alguna formidable convulsión. Todo alrededor, el agua tranquila del
gran río juega entre los cañaverales, y las aguanieves tiemblan sobre la
cresta húmeda de los guijarros.
La historia del castillo de Malaquis es ruda como su nombre, áspera
como su silueta. No hubo allí más que combates, cercos, asaltos,
rapiñas y matanzas. En las veladas de la tierra de Caux, se evocan con
estremecimiento los crímenes que allí se cometieron. Se cuentan
misteriosas leyendas. Se habla del famoso subterráneo que antaño
conducía a la abadía de Jumieges y la mansión de Agnés Sorel, la bella
amiga de Carlos VII.
En este antiguo refugio de héroes y de pícaros, habita el barón Nathan
Cahorn, el barón Satán, como antaño le llamaban en la Bolsa, donde se
enriqueció un tanto bruscamente. Los señores del castillo de Malaquis,
arruinados, tuvieron que vender por un pedazo de pan aquella que era
la mansión de sus antepasados. Ha instalado allí sus admirables
colecciones de muebles y de cuadros, de lozas y de maderas talladas.
Vive solo con tres viejos criados. Nadie penetra allí jamás. Nadie ha
contemplado en el decorado de sus salas antiguas los tres Rubens que
posee, sus dos Watteau, su silla de Jean Goujon, y tantas otras
maravillas arrancadas a golpes de billetes de Banco a los más ricos
concurrentes habituales a las subastas públicas.
El barón Satán tiene miedo. Tiene miedo no tanto por él mismo como
por los tesoros acumulados con una pasión tan tenaz y la perspicacia de
un aficionado a quien los más diestros mercaderes no pueden
envanecerse de haber inducido al error. Ama esos tesoros. Los ama
ansiosamente como un avaro, y celosamente como un enamorado.
Cada día, al ponerse el sol, las cuatro puertas de hierro forjado que
dominan las dos extremidades del puente de la entrada del patio de
honor son cerradas y echados los cerrojos. Al menor choque, unas
campanillas eléctricas vibrarían en el silencio. Por el lado del Sena,
nada hay que temer: la roca se alza perpendicularmente.

Arsenio Lupin, caballero ladrónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora