LEY DE LA ATRACCIÓN

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Con la llegada del nuevo duque, la mansión Greenfield había renacido en una actividad efervescente. El mayordomo, el Sr. Mac Bain parecía estar en todas partes al mismo tiempo dando órdenes y tareas, casi siempre acompañado del duque, quien le iba señalando los cambios necesarios en la mansión. Se trataban principalmente de reformas de tipo presupuestal, como la venta de caballos pura sangre, la mejora de las viviendas de la servidumbre; así como la organización de la mano de obra disponible en la casa y en los terrenos. Todos estos cambios suscitaban críticas y apologías de los que Sofía escuchaba en la cocina, cuando pasaba a saludar a Becky, la cocinera, quien se había encariñado con ella desde que entrara a la casa siendo una chiquilla. Que Lord Huxley era un revolucionario, cómo era posible que pensara en montar una textilera en los antiguos establos, que era un avaro, que cómo se le ocurría vender los candelabros y cubiertos de oro y plata maciza de la ancestral familia para reemplazarlos por simple acero; que era un antisocial, cómo no había aceptado ni una sola invitación, ningún baile, ni siquiera una cena formal con los vecinos distinguidos de la comarca; que era un excéntrico por comer en cualquier sitio sin la mínima etiqueta, llegando a sentarse a almorzar una empanada y una cerveza en medio del campo como cualquier hijo de agricultor, que era muy estricto; ya había echado a unos cuantos sirvientes por ociosos, que...Qué más no se murmuraba sobre él.

A Sofía el hombre le parecía un misterio. Era un caballero razonable, hasta educado por lo que le permitió adivinar en su breve entrevista. Le había advertido que pasaría a revisar su labor, y ella lo había estado esperando atenta muchas tardes, mientras trabajaba en la colección de la biblioteca, pero ya habían pasado dos semanas y no se había hecho presente. Seguramente tuviera otros asuntos más importantes que atender, se convenció con un suspiro de alivio y siguió levantando el polvo de la sección más antigua armada con un plumero. Ese día había decidido organizar el archivo antiguo y de paso, avanzar así en la catalogación que le había prometido realizar al duque. Algunos manuscritos no se encontraban expuestos en los anaqueles, sino guardados en cajas selladas para que la luz y la humedad no los afectaran. Otros simplemente habían sido olvidados en cofres y los arrumados en un rincón para ser olvidados por generaciones. Miles de documentos, tanto anodinos informes de la cosecha, como manuscritos, discursos, manuales, cartas, dibujos y mapas debían ser identificados para cumplir con su tarea. Sofía era como una simple hormiga enfrentada a la enormidad de la tarea, pero eso no la desanimaba. Eran su pequeño mundo, y mientras que le permitieran permanecer en la casa entre sus libros, bien podría pasar todas las tardes de su vida levantando polvo centenario y clasificando papeles de letra ilegible.

Henry se había adentrado sigilosamente esa tarde por los pasillos buscando a la bibliotecaria. La menuda mujer estaba tan concentrada en la lectura de un rollo de pergaminos, acurrucada en su banca de equilibrista a tres metros del suelo, que no se percató de su llegada. Se encontraba trepada como una lechuza en el segundo nivel de la escalerilla entre una nube dorada de polvo que la hacía más etérea si cabe, con su cabello trenzado y los lentes enmarcando unos ojos dorados en su rostro pequeño . El duque se quedó un largo rato observándola en silencio. Por lo que veía, estaba trabajando arduamente en su tarea, pensó él. Ella leía con voz suave un poema que llevaba en un pergamino entre sus manos:

Soles occidere et redire possunt;/ los soles morirán y volverán a alzarse,

Nobis cum semel occidit brevis lux,/ mas para nosotros, la luz será breve

Nox est perpetua una dormienda. /y habrá de llegar la noche eterna de los que duermen,

Da mi basia mille, deinde centum /dame miles de besos, luego cientos.

(el poema V De Catulo por si desean buscarlo completo)

La voz que escuchó como hechizado Henry era dulce en el tono, al parecer se encendía en la ratoncita alguna emoción oculta para él en su significado; la veía reflejada en el súbito rubor de la joven y la cadencia al pronunciarlo. Se reprochó mentalmente por olvidar sus lecciones de latín en el colegio, aún cuando se le transmitió un no sé qué de desasosiego en el pecho el candor de su timbre, que lo hizo carraspear inquieto en su lugar.

LA BIBLIOTECARIA DE LA CASA CUNNIGTONDonde viven las historias. Descúbrelo ahora