Capítulo 2: Un nombre

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Las estanterías del armario de cero desperdicios permanecieron vacías por un buen tiempo. Desde aquella surreal madrugada de un jueves de abril, Sabino Segreti no había vuelto a romper una sola pieza de vidrio.

Esto le generó una gran reputación que propulsó su negocio. Sus piezas se vendían como si los hornos en lugar de producir vidrio cocinaran pan caliente. El trabajo lo tenía tan abrumado que se había visto en la necesidad de contratar a seis ayudantes más para que se encargaran de completar algunos de los pedidos.

A la gente le agradaba Sabino Segreti. Era un hombre tranquilo, de buen carácter y muy amable con todos los que lo rodeaban. Sus empleados no hacían más que hablar maravillas de él, de lo mucho que aprendían trabajando codo con codo en el taller y de la generosa paga que recibían por sus servicios. A todos les alegraba ver que le estaba yendo tan bien en su trabajo después de los duros momentos que tuvo que pasar.

A la gente le agradaba Sabino Segreti, y la mayoría de las personas eran recíprocas en cuanto a gestos y muestras de amabilidad respectaba.

Es por eso que pasaron meses antes de que alguien se atreviera a preguntarle sobre eso.

El pueblo en el que vivían Agnese y Sabino era muy pequeño. Todos se conocían y los rumores corrían y se estancaban como el agua del drenaje. A los pocos días de que ambos perdieran a su bebé, sus vecinos ya se habían enterado y se dedicaban a mirarlos con lástima, cuidando las cosas que decían cuando uno de ellos se encontraba presente. Tanto Agnese y Sabino comenzaron a salir cada vez menos y a pasar cada vez más tiempo en aquella asfixiante casa, cada uno encerrado en habitaciones separadas.

Cuando las personas empezaron a retomar la interacción normal con Sabino, él simplemente pensó que finalmente lo habían superado. Que habían decidido dejarlo atrás y enfocarse en otras cosas, algo que él también podría haber considerado hacer. A veces las muestras de amabilidad eran excesivas, pero Sabino no le dio importancia y lo tomó como una secuela normal considerando lo que había ocurrido.

La verdad es que la gente a propósito intentaba acercarse a Sabino para sacarle información. Agnese se había quejado ya varias veces con él, porque en varias ocasiones las personas la habían acorralado y preguntado cosas incómodas que ella no sabía cómo responder. La señora de la verdulería siempre cuestionaba la cantidad que compraba y le interrogaba si tenían invitados en casa. Cuando iba al supermercado se topaba con gente en cada uno de los pasillos que intentaban platicar casualmente con ella, lanzándole indirectas que Agnese a propósito pretendía no captar. Si le apetecía salir a dar un paseo por el parque ya no podía sentarse en los bancos porque algún curioso siempre se le arrimaba y sin tapujos le hacía preguntas molestas. A Sabino le pasaba exactamente lo mismo. Resultaba incluso más incómodo que cuando la gente simplemente los compadecía.

Todos habían oído hablar del Milagro de un Abril de Cristal, como pasó a conocerse el hecho. El pueblo estaba demasiado tranquilo durante la época de primavera y durante todo el año en general; se podría decir que era uno de esos lugares en el que las cosas nunca pasaban. Ni siquiera las personas que llevaban viviendo ahí toda su vida podían nombrar un solo acontecimiento notorio. Hasta ese abril.

La gente estaba de verdad emocionada. Era como si hubieran esperado eternamente por ese momento, se sentían parte de la historia. Estaban haciendo historia.

"Podré contarle a mis nietos que presencié esto, un hecho histórico" era lo que la mayoría pensaba.

Todo el poblado bullía de energía, como pescados saltarines que quieren escapar del mar.

—¡Juro que escuché los llantos! —clamaba un señor que vivía en el edificio junto al taller. La gente lo miraba con incredulidad—. ¡De verdad lo juro! Giovanni, diles —llamaba a su hijo para que confirmara sus palabras.

El Soplador de VidrioWhere stories live. Discover now