Oscuro Canterbury

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Un nuevo día se alzaba entre las calles de Canterbury, el sol se colaba por las estrechas calles de las zonas más antiguas de la legendaria ciudad cuando los últimos brujos, los más valientes, volvían corriendo a sus casa, aquel era el momento preferido de los semidioses para empezar con la caza de brujos.

Hacía apenas dos días de la llegada de Agoney, el primero lo pasaron durmiendo, las emociones a flor de piel durante tantas horas los había consumido por dentro. El siguiente día lo pasaron conociéndose, hablando sobre sus aficiones, gustos... temas banales que sacaban hasta de debajo de las piedras con tal de alargar aquellas conversaciones.

Un tour por la escuela de bordado, una pequeña salida nocturna por el barrio y de nuevo la noche se echó sobre ellos. Esta vez sentían algo muy estraño rondar por sus cuerpos, un tipo de atracción, pero no cuando las mariposas revolotean por todo tu estomago al mínimo roce con esa persona que tanto te gusta, no, no podían estar separados el uno del otro o se sentían mal, como si estuvieran enfermos, las conversaciones fluían solas gracias a la necesidad de conocer al otro tanto que pudieran ver hasta sus almas.

Esa noche mientras "dormían" unos ojos color miel observaban todas las fracciones de aquel humano, unos ojos cerrados que descansaban tranquilamente pero que por el día hablaban más de lo que su boca le permitía, era muy sentimental, como él; esa nariz que parecía esculpida por el mismísimo Apolo dios de la belleza, en esos momentos llenos de intimidad en los que solos los vigilaba su querida luna, se moría de ganas de que su nariz rozara con la de ese chico; los labios entreabiertos escondiendo sus dos paletas separadas que le daban a su sonrisa, la que lo recibía todas las mañanas al despertar y lo despedía todas las noches antes de irse a dormir.

Desde que hacía unos meses vio por primera vez a ese desconocido en sus sueños le fue imposible no no engancharse a aquel ser. Entre su vida tan monótona que se obligaba a tener, entre la oscuridad que hacía años lo acompañaba al tener que ocultarse, ante la falta de felicidad, la ausencia de su sonrisa todos los días de aquella existencia a la que ya no sabía si podía llamar vida, llegaba la noche y lo veía a él, si ese ser sería su futuro ¿Cómo iba a perder la esperanza? No podía, y ahora lo tenía frente a él.

Aquella mañana se despertaron con los primeros rayos de sol colándose entre los grandes ventanales, Agoney se levantó enseguida pero Raoul se quedó quejándose en la cama un rato.

-Raoul, venga despierta que ya es de día vamos a por algo de desayunar - le empujó el hombro suavemente.

-No quiero, es muy temprano - se puso la almohada en la cara desatando las risas del moreno -. Si tienes hambre come tú, yo me espero un poquito más.

-Vale brujito, pero te tienes que levantar, ayer me hiciste prometer que te llamaría - sonrió Agoney al ver como resoplaba.

-Solo un ratito más por favor.

Quitó la almohada de su cara para hacer un puchero, con Elisabeth siempre funcionaba y con él no iba a ser menos.

-Venga, pero no tardes mucho - accedió finalmente.

Agoney salió por la puerta de la habitación que daba a un pequeño pasillo en el que estaban el baño y la cocina, una gran cocina mucho más grande que toda la habitación, las grandes encimeras, la mesa de comedor, el pequeño balcón... Esa casa estaba llena de sorpresas.

-Raoul si me miras con esa cara engañaría al mismísimo Zeus con tal de bajarte el cielo entero - habló para él mismo.

Buscó en la nevera el cartón de leche, tostó un poco de pan y en menos de diez minutos estaba de nuevo en la habitación del brujo con una bandeja y dos desayunos.

eutheromaniaWhere stories live. Discover now