Una guerrera en la Isla del Sol

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La Biblioteca Sunli era un edificio gigantesco, completamente blanco y con cuatro plantas de estanterías llenas de pergaminos y encuadernados recopilados de todo el mundo. Contenía generaciones enteras tratados y ensayos escritos por sabios y estudiosos, siglos de historia, recopilaciones de cuentos y leyendas, crónicas de guerra, biografías de matriarcas y reyes de naciones que dejaron de existir. Solía decirse que una persona necesitaría ser inmortal para leer todo su contenido, puesto que los eruditos de Sunell nunca cesaban de producir textos nuevos y revisiones de los antiguos.

Aquel hogar de conocimiento sin parangón estaba protegido por los estandartes blancos y dorados de la familia Sunli y se encontraba en el centro de la ciudad, construido sobre una de las cuatro colinas sobre las que se erguía Sunell, que por su presencia había tomado el nombre de la Colina de los Sabios. La biblioteca estaba rodeada de una serie de edificios blancos de una sola planta, largos y llenos de ventanas y cúpulas redondas, donde se reunían y vivían aquellos que habían entregado sus vidas al estudio de diversas materias como discípulos del clan Sunli. En el centro del edificio había un patio interior con un laberinto de arbustos cuidadosamente recortados, flores y árboles cuyos caminos llevaban a una fuente de aguas cristalinas. Cerca de esa fuente, a la sombra de un naranjo, descansaba una joven más guerrera que erudita junto a una modesta pila de libros. No pertenecía a aquel lugar, pero tampoco tenía reparo en hacerlo su casa, apoderándose de uno de los huecos más frescos del jardín en aquella abrasadora tarde de verano. Aun así, el calor húmedo de las islas de Hastat se le pegaba a la ropa y la piel. La hacía sentir algo cansada y perezosa, incluso la mareaba un poco, pero prefería el aire libre y la hierba antes que las sillas y el silencio de la biblioteca.

Allí podía relajarse sin hacer nada, sin sentirse presionada, escuchar a los pájaros trinar y disfrutar de la brisa ocasional y el aroma de las plantas. Podía ojear las páginas de alguno de los libros de su columna a su ritmo, pasearse lejos de la mirada de los académicos y los vistazos ocasionales de su padre por encima de un lomo encuadernado.

Magnus Daylaight era un hombre calmado y algo hermético, amante de las letras en todos los sentidos. Se especializaba en el estudio de las lenguas, enterrado entre manuscritos escritos en idiomas vivos y muertos, runas modernas y antiguas, runas del sol, de la luna y de otros pueblos que ya no existían o que estaban en la otra punta del mundo. Su hija, sin embargo, aunque tenía curiosidad por los estudios de su padre y muchas otras cosas, carecía de la dedicación y disciplina de los sabios de Sunell y no solía estarse quieta demasiado tiempo en el mismo sitio.

Ahora saltaba de párrafo en párrafo de un libro de historia istena, absorbiendo extractos sobre guerreras, sanadoras y reinas de los tiempos anteriores a la Inquisición; sobre la invasión, las guerras y la época de los juicios. De vez en cuando llamaba su atención la mención a nombres que ya conocía, antepasadas suyas y heroínas de otros clanes de la península. Sentía una pequeña sacudida de orgullo al leer menciones a la mujer de la que heredó el nombre, su abuela Nyssara Umbra. Su madre le había dicho una vez que, si no la hubieran llamado así, hubiera llevado el nombre de una de sus difuntas tías. De ellas no había nada en ese libro, pero Aracne, otra de las hermanas de su madre, le había contado miles de veces las mismas historias.

Un rato después se aburrió y utilizó el libro para cubrir la luz del sol y cerrar los ojos. No sabía cómo su padre podía leer tanto tiempo, como no se le cansaba la vista o le embargaba la necesidad de moverse, correr, hacer algo distinto. Quizá debería pedirle permiso a su padre para marcharse. O escaparse sin que él lo supiera y explorar la ciudad. O al menos meter la cabeza bajo esa fuente que parecía tan fresca y despegarse el calor del pelo y el cuerpo.

—Aprovecha y pasa algo de tiempo con tu padre —le había dicho su madre cuando ella preguntó si podía ir en el barco a Firsat con ella.

A Nyssara aquello le pareció muy injusto, porque quería ver a su tio abuelo Corvus, al que no había visto desde que era muy pequeña, y quería que las guerreras de Firsat le enseñaran a manejar la lanza. Pero su madre insistió mucho y puso una cara algo triste, y Nyssara terminó cediendo.

Los Siglos de la Rosa y el Cetro: Crónica de la dominación Unerisana de IstoWhere stories live. Discover now