Una hija ejemplar

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Amelia Hawth siempre había tenido claro su rol en la familia. Su hermano Mattheus heredaría la empresa de su padre, su hermano Lazarus se prepararía para convertirse en inquisidor, y ella, la menor y la única mujer, sería una dama de sociedad. Ayudaría a su Mattheus a tantear posibles socios y operaciones, se casaría con un joven rico y agradable y criaría a sus niños en un palacete en las afueras de Ferye.

Creció rodeada de institutrices que le enseñaron sobre las letras, las artes y las ciencias. Aprendió geografía e historia, literatura y matemáticas, piano y baile de salón. No era ningún prodigio, pero se esforzaba en hacerlo todo lo mejor que podía, y su esfuerzo terminaba dando resultado en muchos de los casos. El mejor de todos era el orgullo de sus profesoras y de su madre, y las felicitaciones de su padre y los ánimos de sus hermanos.

Mientras que Amelia aprendía música y poesía, el patriarca de los Hawth inculcaba a sus hijos varones la importancia de saber defenderse, tanto con la espada como con la pluma. El primero para combatir a las brujas, que podían alzarse en armas de nuevo en cualquier momento; y el segundo para combatir a los hombres, los políticos, los interesados y los débiles de espíritu, como decía él. Tanto Mattehus como Lazarus fueron entrenados en oratoria y en combate. El primero de ellos acompañaba casi siempre a Lord Hawth en sus viajes de negocios, y aprendió esgrima en casa con un combatiente retirado como tutor, y el segundo, como era de esperar, fue enviado la torre de entrenamiento más cercana en cuanto sus padres lo consideraron adecuado. Mattheus y ella tenían una diferencia de edad considerable y menos contacto, pero Amelia esperaba siempre las cartas y las visitas de su Lazarus en las que le contaba historias de bosques y brujas, de reclutas y de los discursos del Sumo Inquisidor. Al cumplir los doce años, la chica le dijo a su padre que quería ser como su hermano, fascinada por aquellas historias. Lord Hawth pareció sumamente divertido por aquella petición.

—¿Cómo que quieres ser como tu hermano? ¿Quieres ir a una torre de entrenamiento?

Amelia asintió varias veces. Había pensado ya más de una vez en cómo justificar sus deseos y le dijo que quería saber defenderse a sí misma, que viviría una vida más tranquila sabiendo que, además de sus guardias, ella también podría oponer resistencia en una situación de peligro. Que no quería que ella y sus hijos estuvieran a merced de las brujas ni de nadie en el futuro.

Lord Hawth soltó una carcajada y tuvo que luchar contra un ataque de tos; pues ya entonces estaba enfermo, solo que no sabía de cuánta gravedad. Aquello se alineaba con los ideales que el hombre había tenía, y aunque había dejado la crianza de Amelia para su madre, le pareció que esos ojos azules contenían una cómica tenacidad que se sentía tentado a consentir. Después de todo, no era extraño que las segundas o terceras hijas de familias acaudaladas se entrenaran como inquisidoras, fueran o no a ejercer en la Orden en el futuro. Amelia podría entrenar unos cuantos años hasta que fuese hora de presentarla en sociedad, si aquello la hacía feliz. Querer hacerlo para proteger a sus hijos eran un motivo muy noble.

Su esposa, sin embargo, no estuvo tan de acuerdo. Cuando Amelia se lo dijo, ésta sacudió la cabeza en desaprobación.

—Estás mejor aquí, cariño. Deja las armas para tus hermanos.

—Pero mamá...

—Piénsalo, Genevive —intervino su padre, atusándose el bigote—. Puede volver a casa en cuanto cumpla los dieciséis, y muchos hijos de terratenientes van a Torre Quemada. Es un buen lugar para que conozca gente.

Amelia asintió efusivamente, aunque en ese momento no supo que "conocer gente" no era más que otra expresión para encontrarle candidatos adecuados para el matrimonio. A Amelia no le importaba eso de momento; le importaban las cartas de su hermano Lazarus hablando de los bosques y los animales, de levantarse temprano y trabajar duro, y sobre todo, de los amigos que había hecho. Amelia quería salir de casa y experimentar todo eso, quería conocer gente de verdad, otros chicos y chicas de su edad que no fueran los hijos de comerciantes y nobles a los que veía de vez en cuando durante una visita.

Los Siglos de la Rosa y el Cetro: Crónica de la dominación Unerisana de IstoWhere stories live. Discover now