LV La que hace milagros

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Pese al dolor en su cadera y coxis, Sam se irguió. Su espalda recta le dio la altura de la que gozaba. Caminó hacia el tipo, cojeando. Parada frente a él tenían la misma estatura. Amó que, por generaciones, en su familia fueran altos, gente bien alimentada, con dinero para obtener buena salud y huesos firmes, así no tenía que mirar esos arrogantes ojos verdes hacia arriba.

—¿Disculpe? Creo que del golpe que me dio me dejó sorda porque no oí bien. —Estaba tan cerca de él que casi se rozaban las narices.

El hombre retrocedió ante su inesperada cercanía. Ella avanzó otro paso y el retrocedió dos.

—Tienes… tienes sangre en la frente —dijo, poniéndose verde. Cayó cuan largo era a los pies de Sam y allí se quedó, dormidito como un bebé.

Un hombre llegó corriendo. Vestía traje y corbata oscuros, como los mayordomos de los Sarkovs.

—¡¿Qué le hiciste al amo Ken?!

—Yo nada, se desmayó solo.

El hombre lo puso de espaldas, pegándole el oído al pecho. Se aferró la cabeza.

—¡Llamen una ambulancia! —gritó a todo pulmón. Comenzó a darle masaje cardíaco, a punto de largarse a llorar—. ¡Amo Ken, no se muera!

Sam empezó a reír.

—Qué se va a morir, sólo es un desmayo, pero tranquilo, que sé primeros auxilios. —Cogió una copa de la mesa tras el escenario y se la vació en la cara al supuesto moribundo.

El hombre se incorporó, boqueando como pez fuera del agua. Al descubrir que no se estaba ahogando se puso de pie con ayuda del otro hombre.

—¡Es un milagro, amo Ken! ¡Un milagro! —Ahora sí lloraba, abrazando a su amo.

Y éste lo abrazaba de vuelta, con las piernas todavía temblorosas.

—¿Quién rayos eres tú? —le preguntó a Samantha, sin mirarla.

—Soy la que hace milagros —dijo ella, que no podía estar más divertida con la situación.

Ken volvió a mirarla. Intentó concentrarse en los ojos de Sam, pero los suyos se desviaron hacia la frente sangrante y se aferró más del hombre. Ella se cubrió la herida con la mano.

—Sam, querida. Dame mi bolso.

Anya había terminado lo del escenario y llegaba junto a Dana.

—Hijo ¿Qué te pasó? Estás pálido… ¡Y apestas a alcohol! —dijo la rubia.

Sam era alta porque sus padres eran altos, Vlad era como era porque su madre era una víbora y su padre un tiburón, pero con Dana y su hijo la genética parecía haber fallado. Ella era sin duda una dama encantadora y el hijo, un verdadero cretino. Aunque con su aparente fobia a la sangre, ya no le desagradaba tanto. Era poderoso y quería ser implacable, pero tenía una debilidad. No había nadie que no la tuviera.

—N-No me siento muy bien…

Anya les indicó que fueran al interior de la casa. Envió a un mayordomo con ellos.

—¡Qué espanto, Sam! ¿Viste su cara? Espero que no vaya a vomitar en la alfombra persa de la sala.

Sam sonrió, quitándose la mano de la frente.

—¡Oh, por Dios! ¿Qué te pasó a ti? ¡Vlad va a matarme! Vamos dentro, te atenderán a ti también.

Anya la llevó a una habitación. Allí una sirvienta le curó la herida. Era una pequeña cortada. Ella pidió algún analgésico. No había, pero fueron a comprarle unos. Mientras tanto, la señora le dijo que descansara. Sam se quitó los zapatos y se recostó en el sillón. Era blando, como nubes esponjosas y ella estaba agotada, no tardó en dormirse.

Prisionera de Vlad SarkovWhere stories live. Discover now