Capítulo 9

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Aitana despertó como sordo en tiroteo, desorientada e inconsciente de su situación

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Aitana despertó como sordo en tiroteo, desorientada e inconsciente de su situación. No reconoció esa habitación de tonos pasteles ni la gran cama de roble o las sábanas revueltas. Las cortinas floreadas estaban cerradas, lo que le impedía adivinar la hora.

Soltó un gran bostezo y, somnolienta, se arrastró al baño. Su cabello era un nido de pájaros con los colores del otoño. Al menos su rostro lucía saludable, sin rastros de las ojeras de mapache que ocultó con maquillaje el día anterior.

—Hola, hermosura —saludó su humildad al espejo.

Le costaba mucho conciliar el sueño, pero una vez dormida podía estallar el apocalipsis sin que lo notara. Mientras se lavaba los dientes, trató de acomodar sus rizos con su mano libre.

Tras su rápido aseo, salió del baño y se asomó a la ventana. El sol estaba en lo alto, debía faltar poco para el mediodía.

—Hoy es un buen día para destruir un matrimonio —murmuró con optimismo.

Se acostó de nuevo en la cama y rodó una vez hasta ocupar el centro. Cerró los ojos y respiró profundo. El aroma a lavanda de las sábanas tenía unas sutiles notas de madera y lluvia, la colonia favorita de su compañero. Era tan...

Abrió los ojos de golpe. ¿Qué rayos acababa de pensar?

Fue entonces cuando la puerta se abrió. Exequiel entró llevando una bandeja con dos tazones, un plato de fruta rebanada y panificados. De su boca sobresalía una galleta gigante con chispas de chocolate.

—¡¿Cómo pudiste dejarme sola después de nuestra primera noche en luna de miel?! —chilló Aitana nada más verlo, al borde del llanto—. ¡Creí que te habías ido, abandonándome como una más de tus amantes!

Exe sujetó la bandeja con una mano y levantó la otra para pedirle una pausa en lo que terminaba de masticar y tragar el trozo de galleta.

Mientras sujetaba el dulce en una mano, se aclaró la garganta y compuso una mueca despectiva.

—¡Te dije que lo nuestro era solo una aventura de una noche! —soltó con hosquedad—. Nunca hice promesas, mujer. ¡Tu propio cerebro hambriento de amor inventó un mundo!

Ella se llevó las sábanas al pecho, un sollozo escapó de sus labios.

—Dime la verdad. ¡¿Solo fui una apuesta que hiciste con tus amigos?!

—¡Necesitaba el dinero! Los repuestos de mi motocicleta no son económicos. ¡Y bien que te gusta montarla!

—¿Por qué no clavas un puñal en mi corazón? —Sus ojos se cerraron, un gimoteo escapó de sus labios temblorosos—. Es lo único que te falta para terminar de matarlo.

—Yo no apuñalo con armas blancas.

—Te di todo de mí. ¡Yo era pura antes de conocerte!

Exequiel no pudo más y soltó una carcajada. Estuvo a punto de volcar la bandeja. Con suerte consiguió dejarla en la mesa de luz.

Agentes del desastreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora