XXV. VANIDAD

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Vanidad

—¿Wyam? —Apenas la oyó— ¿Wyam? ¡Me estás asustando! —Volvió a repetir la joven.

—Lo siento... ¿estás bien? —Dijo al fin Wyam.

—Sí, bueno, algo aturdida, jamás pensé que me pudiera transformar en un... en una... bueno, ya sabes.

—En realidad no estaba seguro de que fueras tú. Había que intentarlo. Siento haberte dejado sola.

—No, no, tengo la sensación que ha formado parte de mí. No solo se transformó mi cuerpo, también mi mente. Pude sentir mucho más allá de lo que conocía. Sabía qué hacer, sabía y era consciente de mi poder, como si siempre hubiera estado ahí, como si hubiera formado parte de mi vida.

—Y así es. Esperaba latente el momento para mostrarse. —Respondió Wyam—. Y no va a ser la última vez que utilices las llamas blancas. Ahora sabes lo que eres y te necesito. La ofensiva está comenzando.

Cogió la mano de Laina y la llevó con suavidad hasta el precipicio. A lo lejos, la descomunal masa se movilizaba.

—Una mala decisión. Parece ser que el general ha resuelto entrar en el bosque. Ni siquiera espera al anochecer. Su ambición se estaba tornando peligrosa, para él y, en consecuencia, para muchos inocentes.

—¿Qué vamos a hacer? —Preguntó Laina.

—Ya lo estamos haciendo. —Dijo Wyam.

La comitiva se puso en marcha, delante, abriendo paso los gigantes, los seguían los Munt y salvajes de las lagunas, tras ellos, los Giurys con sus jinetes asesinos. Pegados a estos últimos, se abrían paso los Tiroj de las profundidades flanqueados por las grandes máquinas de bolas de fuego.

Iluymt pensó que las malditas arqueras de los bosques los estarían esperando, las endebles flechas se comportarían lo mismo que una mera molestia en la piel de los colosos. Los hábiles jinetes del desierto serían capaces de eludirlas y en la piel de los lagartos tampoco supondrían peligro, así pasaría en el rugoso cuerpo de los Tirojs. Las pesadas máquinas machacarían todo a su paso, abrirían una amplia senda en el frondoso bosque y por aquella franja, pasarían los soldados.

Todo lo que había maquinado, todo cuanto tenía planeado se volvió inútil. Cuando los gigantes llegaban a la linde del bosque, un imponente ser salió de él. Era más pequeño que ellos, pero mucho más grande que un hombre. Algunos generales, los más versados en historias antiguas lo reconocieron.

Drog-Iznuym, el guerrero sagrado de la casa del fuego. Ante su presencia, la comitiva cesó el avance. El jefe de los gigantes sonrió y continuó con desafío. Su sonrisa se desvaneció como vapor de agua, ya que tras él surgieron dos guerreros más de las casas acompañados de un curioso y pequeño personaje. Aun así, solo eran tres, más un hombrecillo ridículo, más pequeño que niño de pocos ciclos. Así qué, el gigante al mando avanzó levantando el enorme martillo de su mano derecha, los vítores del resto sonaban a victoria. Tdaim se adelantó y de su brazo, apenas visible, voló una lanza, tan rápido que los demás gigantes no la vieron, solo se dieron cuenta al ver a su jefe caer atravesado. Las voces quedaron mudas de inmediato.

Iluymt se adelantó, su cara estaba desfigurada por la rabia. Avanzó lo más deprisa que pudo y al acercarse tan solo a una treintena de varas, los guerreros de piedra comenzaron a petrificarse. La magia que mantenía la esencia de los magos, se deshacía. Fue en ese momento, el bosque pareció retroceder tan deprisa que apenas pudo verse, no era magia, era un lugar que, al completo, ofrecía un tributo a los magos, a los que lo crearon. Y allí, surgido de la nada, se abrió un ejército de seres semejantes el primero, al que llamaban el tigre blanco, pequeños pero letales. A su espalda, más de mil arqueras, todas mujeres, parecían moverse constantemente, lo mismo que hojas agitadas por el viento, como arbustos que danzan movidos por la brisa de la guerra. Entre ellas, avanzaban los magos de las casas, sin corazas, pero armados y escoltados por cientos de los suyos. En ese momento, un fugaz resplandor se abrió paso dejando una blanca estela en el cielo. En breve, las filas se abrieron. Wyam y Laina avanzaban entre las tropas, en su caminar, salidos de sitios inverosímiles se incorporaban los líderes de los pueblos aliados y tras ellos, se movilizaban hombres y criaturas que aumentaban en número a cada paso del general. Y así quedaron enfrentados.

Wyam se adelantó y habló:

—Iluymt, comandante de los tres reinos, líder de la alianza de los veintiuno. Te he visto crecer en vanidad. Eras tan solo un muchacho cuando la envidia corrompió tu sangre, ese veneno no ha hecho más que aumentar, aliarse con la arrogancia, la soberbia, la autoridad... Así que, a partir de este momento, no voy a dedicarte ni una más de mis palabras.

Un murmullo ahogado de asombro se coló en muchas gargantas.

—Hablo a todos los que me conozcan, también a los que no. Soy Wyam, protector de reinos. Vuestro general ya ha perdido esta guerra. Todos conocéis los valores de un guerrero. Ninguno está en él. No solo ha olvidado las virtudes que toda persona debe tener, también ha perdido su honor como oficial. Gran parte de este ejército está formado por hombres fieles a unos principios, aquellos que en todo hombre debe vivir desde que deja de ser niño. Hoy, combatís al lado de asesinos, entes de lejanos rincones concebidos para matar, de demonios que acechan vuestras casas, de seres sanguinarios y crueles.

La voz de Wyam sonó lejana, pero creció y resonó amplificada entre los parapetos verticales, y de la misma forma que una dilatada serpiente, se extendió a lo largo del cañón abarcando tanto espacio como criaturas había en él.

—Junto a nosotros hay hadas, duendes, maestros del fuego y del agua, señores y ministros de la magia que antaño fueron protectores de reinos. Vuestros reinos.

Iluymt lo miraba con odio.

—Hoy al combatir contra nosotros, os convertiréis en bestias, las mismas que caminan a vuestro lado. No queremos guerra, no queremos muerte. Todos cuantos estamos en este lado, somos protectores de la vida y nos entristece todo aquello capaz de destruirla. También os digo que, si hemos de luchar, lucharemos. Si seguís adelante con esta contienda, dad por hecho que, aunque ganéis, todos, habréis perdido.

Tras las palabras de Wyam, un silencio inquieto se instaló en hombres y bestias. Iluymt comenzó a realizar un sonido con las manos, aplaudía, con lentitud, con ironía. Al igual que antes las palabras del general, los golpes huecos de las palmas se extendieron en el prolongado silencio, como una desproporcionada y ridícula burla.

—Tus palabras no tienen efecto en mis tropas. Ha llegado el fin del dominio de los magos, de los seres mágicos. Todos los pueblos serán libres de vuestras mentiras, de vuestro poder.

Se volvió, alzó una mano al frente y ordenó.

¡Atacad! Que no quede ni un mago en pie. ¡Atacad!

Wyam sonrió, era justo lo que esperaba. Iluymt se dejó llevar por su cólera, la estrategia dejó de servir y el orgullo se antepuso sobre todo cuanto conocía. Había dividido el ejército, situó la fuerza más débil en la retaguardia, puso los gigantes, asesinos y criaturas más crueles delante. En las primeras filas situó varios capitanes Zueritas para evitar cualquier intento de magia, también escuadrones de diferentes reinos. Quería arrasar desde el primer momento de combate. Cuando las primeras filas arremetieron contra ellos, retrocedieron. Y el enemigo avanzó...

—¡Atacad! ¡Atacad! —Repetía el general con violencia.

Fue muy rápido, tan solo un instante. El bosque se adelantó, recuperó el terreno donde debían haber estado. Los primeros gigantes y algunos Munt ya habían atravesado la línea verde. Los árboles surgieron lo mismo que gruesos barrotes de madera y el ataque fue seccionado de golpe, los que ya pasaron quedaron ocultos tras la densidad y altura del forraje.

El general repleto de orgullo y ciego de ira, concentró a la gran mayoría de los Zueritas en la vanguardia del pelotón. Eso propició aquello que Wyam quería llevar a cabo.

Wonkal, Shyarn, Kebragil y Ainanit, utilizando el antiguo arte del camuflaje, se habían colado entre las filas de la milicia enemiga. El mago de la casa del día extendió las manos y la tierra crujió, por instinto, sus enemigos retrocedieron asustados. A la invocación de Wonkal se unió la de Kebragil y la tierra protestó de nuevo de una forma más pronunciada y una estrecha grieta partió el ejército en dos. Fue en ese momento cuando Ainanit y Shyarn encantaron la tierra desde el interior, y de ellas brotó una cortina delgada pero intensa de fuego que hizo retroceder aún más a los hombres. De este modo, aquel ejército quedó fracturado, las mayores y peores criaturas estaban al frente, mientras que muchos escuadrones quedaban atrás.

Ese era el objetivo. Esa era la señal. Iluymt lo vio demasiado tarde, pues antes de poder ordenar de nuevo, el bosque retrocedió, y los magos y los seres que combatían junto a ellos, atacaron. 

EL CUARTO MAGO. LIBRO III. MAGOS DE FUEGOWo Geschichten leben. Entdecke jetzt