43. La lámpara judía 2[6]

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Alice Demun era inocente. Eso se le presentaba como una verdad cierta, cegadora, y al mismo tiempo era la explicación de esa especie de rechazo que él había experimentado desde el primer día a dirigir contra la joven la terrible acusación. Ahora lo veía claramente. Sabía. Un ademán, e inmediatamente se le ofrecería la prueba irrefutable.

Levantó la cabeza, con esa palidez exagerada que invade a las personas en las horas implacables de la vida. Sus manos, que se esforzaba a ocultar, temblaban imperceptiblemente.

«Un segundo más y se traicionará» Pensó Holmes.

Se colocó entre ella y su marido, con el deseo imperioso de apartar el terrible peligro que, por su culpa, amenazaba a esta mujer y este hombre. Pero, a la vista del barón, se estremeció todo su ser. La misma y repentina revelación que le había anonadado con su claridad, iluminaba ahora al señor D'Imblevalle. El mismo proceso se operaba en el cerebro del marido. ¡Conprendía también! ¡Veía!

Desesperadamente, Alice Demun se alzó contra la implacable verdad:

─Tiene usted razón, señor. Estaba equivocada... En efecto, no entré por aquí. Pasé por el vestíbulo, bajé al jardín y utilizando una escalera...

Supremo esfuerzo de devoción... ¡Pero inútil! Las palabras sonaban a falsas. La voz era insegura, y la dulce criatura no tenía ya sus ojos límpidos ni su aire de sinceridad. Bajó la cabeza vencida.

El silencio fue atroz. La señorita D'Imblevalle esperaba, lívida, suspendida por la angustia y el espanto. El barón parecía debatirse aún, como si no quisiera creer en el resquebrajamiento de su felicidad.

Al fin balbuceó:

─¡Habla! ¡Explícate!...

─No tengo nada que decir, querido ─dijo en voz baja, con el rostro contraído por el dolor.

─Entonces..., la señorita...

─La señorita me salvó..., por devoción..., por afecto... Y se acusaba...

─¿De qué te salvó?... ¿De quién?

─De ese hombre.

─¿De Bresson?

─Sí. Era a mí a quien amenazaba... Le conocí en casa de una amiga, y fui tan loca que le escuché... ¡Oh, nada que tú no puedas perdonar!... Sin embargo, escribí dos cartas..., dos cartas que tú verás... Las rescaté..., ya sabes cómo... ¡Oh, ten piedad de mí!... ¡He sufrido tanto!...

─¡Tú! ¡Tú, Suzanne!

Con frases entrecortadas, Suzanne contó la desconsoladora y trivial aventura, su despertar asustada ante la infamia del personaje, sus remordimientos, su confusión, y habló también de la admirable conducta de Alice. La joven, adivinando la desesperación de su señora, le arrancó su confesión, escribió a Lupin y organizó esta historia del robo para salvarla de las garras de Bresson.

─Tú, Suzanne, tú... ─repetía el señor D'Imblevalle, contraído, anonadad─. ¿Cómo pudiste...?

❈❈❈

Aquel mismo día por la noche, el barco Villa de Londres, que hace el servicio entre Calais y Dover, se deslizaba lentamente por el mar inmóvil. La noche era oscura y tranquila. Espesas nubes se adivinaban por encima del barco y, rodeándolo, ligeras brumas lo separaban del espacio infinito, donde debía desparramarse la blancura de la luna y de las estrellas.

La mayoría de los pasajeros se había retirado a sus camarotes o refugiado en los salone. Sin embargo, algunos más intrépidos se paseaban por el puente o bien dormitaban en sillas extensibles, cubiertos con gruesas mantas. Aquí y allá se veía el resplandor de los cigarrillos y se oía, mezclado con el suave susurro de la brisa, el murmullo de voces que no se atrevían a alzarse en el gran silencio solemne.

Unos de los pasajeros, que deambulaba con paso regular a lo largo de la cubierta, se detuvo junto a una persona tendida en una silla, la observó y, como viera que se movía un poco, le dijo:

─Creía que dormía usted, señorita Alice.

─No, no, señor Holmes. No tengo ganas de dormir. Meditaba.

─¿En qué? ¿Es indiscreto preguntárselo?

─Pensaba en la señora D'Imblevalle. ¡Debe de estar tan triste! Su vida está deshecha.

─No, no ─dijo Holmes─. Su error es de los que se perdonan. El señor D'Imblevalle olvidará esa debilidad. Ya cuando partimos la miraba con menos dureza.

─Tal vez, pero olvidarlo le llevará tiempo, y ella sufre.

─¿La quiere usted mucho?

─Mucho. Eso fue lo que me dio fuerzas para sonreír cuando temblaba de miedo, para milarlo a usted cara a cara cuando hubiese querido bajar los ojos.

─¿Y se siente desgraciada por dejarla?

─Muy desgraciada. No tengo parientes ni amigos... No tenía a nadie más que a ella.

─Tendrá amigos. Se lo prometo ─dijo el inglés, a quien esta pena le agobiaba─. Yo tengo amistades..., mucha influencia... Le aseguro que no lamentará usted su determinación.

─Quizá, pero si la señora D'Imblevalle no se hubiera quedado allí...


No cambiaron más palabras. Holmes dio todavía dos o tres vueltas por la cubierta, para instalarse después junto a su compañera de viaje.

El telón de brumas se disipaba y las nubes parecían desprenderse del cielo. Las estrellas titilaban.

Holmes sacó la pipa del fondo de su abrigo, la llenó y frotó sucesivamente cuatro fósforos sin lograr encenderlos. Como no tenía más, se levantó y le dijo al hombre que se encontraba sentado a algunos pasos:

─¿Quisiera darme fuego, por favor?

El hombre abrió una caja de fósforos de Bengala y encendió uno. Al fulgor de la llama, Holmes vio a Lupin.

Si no hubiera habido en el rostro del inglés un gesto imperceptible, Lupin hubiera supuesto que Holmes conocía su presencia a bordo, tan dueño permaneció de sí y tan natural fue la forma en que tendió la mano a su adversario.

─¿Sigue usted bien, señor Lupin?

─¡Bravo! ─exclamó Lupin, a quien tal dominio sobre sí mismo arrancó un grito de admiración.

─¿Bravo?... ¿Por qué?

─¿Cómo que por qué? Me ve reaparecer ante usted, como un fantasma, después de haber asistido a mi hundimiemto en el Sena, y por orgullo, por un milagroso orgullo que yo calificaría de completamente británico, no hace un movimiento de estupor ni pronuncia una palabra de sorpresa... Palabra que es admirable, y repito: ¡bravo!

─No es admirable. Por su manera de caer del bote, me di perfecta cuenta de que caía por su gusto y que no había sido alcanzado por el disparo del sargento.

─¿Y se marchó usted sin saber qué sería de mí?

─¿Qué sería de usted? Lo sabía. Quinientas personas ocupaban las dos orillas del río a lo largo de un kilómetro. En cuanto escapase de la muerte, su captura era segura.

─Sin embargo, aquí me tiene.

─Señor Lupin, existen dos hombres en el mundo de los que nada puede extrañarme: el primero, yo, segundo, usted.

La paz estaba firmada.

Arsenio Lupin contra Sherlock HolmesWhere stories live. Discover now