Dreißig

31 8 12
                                    

«Kai»
Isla del Diablo

  El tic-toc dentro de mi mente no me dejaba pensar. Habían pasado cinco horas desde que me atraparon, tres tras haber recibido el mensaje de Lars. Lo poco que pensaba era en él y su declaración. Supongo que tener la cabeza distraída con aquello me ayudó a pasar el tiempo.

  Mis captores vagaban erráticamente dentro y fuera de esa habitación. La mujer apenas se limitaba a abrir la puerta, revisar durante breves momentos el interior y volver a retirarse. El señorito, en cambio, parecía bastante más nervioso. Su confianza murió un par de horas antes, cuando quiso torturarme un poco y entendió que no podía causarme ningún daño físico. Esa expresión repleta de desconcierto que le pintó el rostro con temor no se me olvidaría jamás en la vida. Se comportaba altanero, con su navaja suiza rozando lentamente la piel de mi pierna encadenada. No comprendió que tan solo sentía el frío de la hoja hasta que se hartó y cortó levemente mi piel. Al yo sangrar y verlo con simpleza, sin inmutarme en absoluto, lo entendió. Se retiró en silencio, solo para que más tarde apareciera su servatilla y me vendase la herida.

  Desde entonces ninguno daba indicios de poder quedarse quieto. Él, principalmente, entraba y salía de la habitación donde me tenían atada para poner o sacar elementos aleatorios de gabetas cualesquiera. Cada vez que así lo hacía, solo me limitaba a mirarlo con mi más irritante sonrisa. Cesó por una media hora, tal vez pensando qué hacer conmigo. En todo ese tiempo que no vi a nadie mantuve los pensamientos ocupados con Lars. No había nada más en que pudiera pensar. Ni Morrison, ni el hecho de estar allí encerrada por tiempo ilimitado o lo que mis captores decidieran hacer conmigo, mi madre apareció solo una vez dentro de esa nube de ideas sueltas. Aquel sutil «te amo», aquellos comentarios que le siguieron después. Pude adivinar que fue su amigo quien encendió nuevamente el radio por cómo lo incitó a decir todo lo demás, pero daba igual la excusa con que se haya dicho. El tiempo pasó volando. No lo noté, distraída. Y tocaría despertar cuando Jean-Luc ingresara una vez más al cuarto. Entonces sacudí la cabeza para aclarar las ideas, disimuladamente para no demostrar que estaban desordenadas. Lo miré, como en todo momento anterior, con una mezcla de superioridad y desinterés.

—¿Ya me extrañabas, querido?

—No empieces —amenazó, en un tono tranquilo y casi juguetón. Ya no sabía si era que sus nervios habían sido una invención de mi subconsciente o si resultaba que fuese bastante bipolar. Igualmente reí de manera burlona antes de que meneara con lentitud una caja de cigarro sobre su cabeza, captando mi atención—. Los quieres, por lo que veo.

—Tambien me vendría bien un café, ya sabes. Pero puedo conformarme. ¿Qué te trae esta noche a mis aposentos?

—No mucho, linda. Solo me puse a pensar y quería conversarlo contigo.

—¿Debería sorprenderme...? Ah, no, cierto que tu sombra es mudita.

  Rió, sentándose sin más preámbulos como lo estaba cuando desperté allí horas antes. Abrió la caja de cigarros, sacó uno y se lo puso entre los labios. Se me hizo agua la boca. Pero no lo encendió, solo lo dejó ahí para hacerme desear un rato.

—Me puse a pensar, como te decía: creo que en otra vida hubiésemos sido grandes contrincantes. Tú, yo, en una carrera por ver quién se carga más vidas en el proceso. —Finamente encendió el condenado cigarrillo, sin embargo, era él a quien miraba intrigada—. Yo metiendo miedo en mis enemigos, ellos contratándote para salvarse de peores destinos...

—Yo yendo a matarlos, tú matándolos primero. Me llevo el dinero, te llevas la vida. Suena justo. —Le seguí el juego, pero ya había demostrado con Lars que esas movidas no me daban gracia en lo absoluto. Donde empezaba mi trabajo, nadie debía meterse.

Rachespiel ©Where stories live. Discover now