Prólogo

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Nueva York

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Nueva York. Septiembre, 2018.

Cerró los ojos y respiró profundo. El sudor le crispaba el rostro y tras la máscara plástica y transparente le ardía la piel. Podía escuchar su corazón estallando en los oídos, desesperado por bombear sangre a sus músculos exhaustos; también parecía llevar el ritmo secreto de la multitud, el alma de la expectativa, las respiraciones contenidas. Se esperaba un milagro o lo contrario a este; el universo debía inclinarse hacia resultados opuestos y Becca era la responsable de que fuese a su favor.

Abrió los ojos. Miró los números rojos. Recordó las palabras de su padre como una cacofonía: «Atorado entre tus costillas está un reloj. Justo aquí —su dedo huesudo le había picoteado el pecho—. No te puedes desprender de él, porque cuando al fin lo logras ya es muy tarde. No pierdas el tiempo, Becky. Así que toma ese maldito balón y corre hacia el aro...».

La muy idiota estaba haciendo lo que su padre le había advertido no hacer: dejar pasar milésimas de segundos en exceso valiosas. Su equipo necesitaba un tiro de tres puntos. Era eso o perderían. Su corazón, su reloj, seguía en marcha y el balón acababa de llegar a sus manos. Lo sostuvo con determinación. Luego pensaría en lo mucho que le hubiera gustado encontrar a Isa entre la multitud, encontrar su sonrisa hermosa y segura del resultado, que eso fue lo que le otorgó la inspiración que necesitaba, pero una grandulona venía hacia ella cubriéndole el campo de visión, por lo que su cerebro les dijo a sus pies que debía moverse antes de ser arrollada.

Lo hizo.

Dio un paso a un lado, luego una vuelta que protegió el preciado balón.

Un rebote.

Dos.

Vio a Stui alzando la mano, pidiendo un pase desde la mitad del área, el lugar perfecto para encestar, pero no el que les daría la victoria. Becca tenía que arriesgarse. Saltó y sintió cómo el balón dejaba sus dedos temblorosos, lo vio hacer un arco perfecto que lo coló limpiamente por la canasta.

Cuando el balón tocó el suelo, Becca también lo había tocado. Alguien la empujó en el último segundo, pero eso ya no importaba. El sonido que daba por finalizado el partido se perdió en una ovación que le atravesó los oídos mientras Stui y las demás se echaran sobre ella gritando a todo pulmón, intentando arrancarle un pedazo de su cuerpo sudoroso.

Stui decía algo ininteligible y gimoteaba.

—Lo siento, chicas, pero me estoy ahogando —alcanzó a decir con la voz estrangulada y un mínimo de aire en los pulmones. Por fin sintió cómo el peso la abandonaba, literal y metafóricamente.

Suspiró.

Había sido la temporada más difícil de su vida.

Había sudado sangre para llegar a esa final.

Por ser considerada una leyenda, el peso de un equipo de novatas había caído sobre sus hombros, pues se suponía que era la única con la experiencia suficiente para llevarlas al campeonato. No era una queja, pero diablos, había sido aterrador sentir el peso de la ciudad de Nueva York taladrándole los omóplatos en cada partido.

Cazar el caos [EN LIBRERÍAS] (EMDLE #3)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora