17. Una sonata entre jinetes.

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17. Una sonata entre jinetes.

ALONSO.

—Nunca he estado en un partido de polo —comento y nadie habla—. ¿Hay algo que deba saber?

—Evento benéfico —contesta Camila con la vista en su móvil.

El silencio provoca el canto de los grillos. Me acompañan unas ocho personas. Los empleados de Azzagor Enterprises son unos estirados que de seguro creen que expulsan gases de rubí y cagan zafiros. Camila, frente a mí, es la única que simpatiza conmigo. Su cabello está recogido en un moño, una parte forma un lazo con las hebras. Emana elegancia.

—¿Y para qué fundación benéfica es? —inquieto, insisto en obtener información.

Camila me mira, paciente.

Ellas pueden. Es una fundación que ayuda a las mujeres de bajos recursos que sufrieron maltrato tanto físico, como psicológico. Las apoyan con alimentación, estudios, trabajo, terapia... El alcance es bastante amplio.

—Es una muy buena causa —musito.

Ella asiente y continúa con su móvil.

El resto del jueves y ayer fue un verdadero infierno para el equipo B en la torre. Literalmente, tuvimos que adherir nuestro trasero a las sillas buscando cualquier dato que sirva para el juicio de Edmond Bartis. Julius Cowan en menos de veinticuatro horas logró un acuerdo para que, en una semana, Bartis se presente frente a un juez. Quieren presionarlo para que hable y entregue al resto de los responsables. Actualmente lo tienen detenido en su casa bajo extrema vigilancia como si fuera un asesino en serie y no un desfalcador.

Esta gente no se anda con rodeos.

Lamentosamente, por esa razón, no pude ni dormir bien, ni presentarme a mi ensayo... y hoy tampoco. Estoy sentado en una limusina junto al séquito de Regina.

Varios puntos brillantes destellan en el cielo mientras avanzamos por la carretera bordeada de árboles. La noche está por cernirse sobre nosotros cuando nos detenemos frente a una gaceta de seguridad. En menos de un minuto, volvemos a movernos y la limusina avanza por un camino rodeado de pinos. Las hectáreas de áreas verdes se extienden en lontananza. A lo lejos veo establos, cercado de animales, piscinas y canchas. Mis ojos se abren como platos cuando nos desviamos del club y al final del camino empieza a distinguirse una mansión estilo Tudor. ¿Será de Regina? ¿Estamos en su territorio? Trago saliva.

Que Dios se apiade de mi alma.

Finalmente aparcamos junto a una fila de coches deportivos y lujosos. Intento no distraerme con la apabullante variedad: BMW. Aston. Audi. Lamborghini. Maserati. McLaren. Porsche. Jaguar. Mercedes... pero ninguno es un Rolls Royce. Sigo avanzando entre los coches y creo babear cuando miro un Camaro amarillo. Es tan reluciente que mi reflejo se proyecta en él. No puedo resistirme. Veo hacia los lados y me tomo una foto con el coche de fondo para mostrárselo a mis sobrinos. Enloquecerán cuando les cuente. Los tres competimos en Need For Speed.

Camila me llama para que no me retrase, vuelvo con el grupo y caminamos por los alrededores de la casa, mezclándonos con personal y gente elegante. Hay setos podados en diferentes figuras por todas partes. Grandes, medianos, pequeños. Los setos no parecen tener fin, algo que reafirmo al vislumbrar dos estatuas de gárgolas que presiden la entrada a un laberinto con paredes altas de setos y vallas de bronce.

Se ve estrecho.

Solitario.

Oscuro.

Sólo un demente se metería ahí de noche.

Escabrosa Penumbra ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora