Capítulo LXXI

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20 años más tarde

Alice

Me había sumido en una rutina: me despertaba a las cinco de la mañana e iba a un edificio secreto del gobierno escondido en una región montañosa del Pirineo de Cataluña (España). Allí, me desnudaban, me colocaban un extraño casco, miles de cables por cada parte de mi cuerpo, y me hacían todo tipo de pruebas.

A veces me sacaban sangre, me inyectaban algún líquido desconocido, me electrocutaban, me metían en una piscina con hielos o intentaban quemarme viva.

Yo siempre me mostraba impasible a todo aquello y nunca decía nada. Sentía que en mi cabeza ya no había lugar para ningún tipo de sentimientos, mayoritariamente la tenía en blanco.

Al caer la noche, me dejaban salir e irme a mi pequeña casa en las montañas. Allí me habían dejado ya la cena, la cual solía basarse en conservas y arroz blanco o pasta seca.

No era tan malo, comparado con cuando cumplí dieciséis años y ya no tenían obligación de llevarme al instituto. A pesar de que me mostraba colaboradora siempre, no me conocían y no se fiaban de mí, temían que pudiera salir huyendo y herir a todo el mundo con mi peste hibernal. Consecuentemente, me tuvieron retenida durante 5 años en el mismo edificio al que acudía ahora por mi propio pie.

Me pasé todos esos años sin ver la luz del sol, hasta que alguien de más arriba decidió que el trato no estaba siendo lo suficientemente humanitario. Mi reacción, sin embargo, no fue la esperada por todos los científicos y agentes del servicio secreto del gobierno, ya que, en lugar de alegrarme, entré en colera.

Me volví completamente loca.

Grité y grité, pegué a algún presente y exigí que no se me dejara salir. No merecía ver el sol. Era una asesina. Un monstruo.

A pesar de mis quejas, lo único que conseguí fue que me trajeran a un psiquiatra especializado en los casos más atípicos. Este me recetó varias drogas, entre las cuales había antipsicóticos, antidepresivos y ansiolíticos. Hoy en día, todavía las tomaba.

Aquel sábado por la mañana, no parecía que fuera a ser diferente al resto de sábados por la mañana de los últimos veinte años de mi vida en la Tierra.

Me sonó la alarma del despertador a las cinco, me vestí con una simple bata, me calcé y salí de casa. Solo tenía que caminar unos veinticinco minutos y llegaría al edificio secreto.

El cielo estaba despejado, no se veía ni una sola nube, y los rayos de sol me molestaban los ojos. Hacía un tiempo que sufría de fotofobia, ya que me encontraba mayoritariamente entre cuatro paredes y llegaba a casa cuando ya era de noche.

Por eso, la mayoría de veces caminaba rápido con unas gafas de sol muy oscuras o con los ojos prácticamente cerrados, hecho que no me permitía disfrutar de la belleza de aquel pasaje en las montañas del Pirineo.

Aquel día, iba con los ojos medio cerrados y una gorra, cuando de repente escuché un ruido. Me paré en seco, ante la posible presencia de un animal a escasos metros de mí y me obligué a abrir un poco los ojos.

Mi corazón se detuvo por un momento.

Un conejo blanco junto a dos crías, acababan de salir de un matorral. Sus ojitos se posaron en mi por unos breves segundos y abrí los ojos por completo.

Sentía que me mareaba y que mi respiración se quebraba por completo, cuando mis recuerdos iban apareciendo poco a poco. Recuerdos que no debería haber recordado nunca de haber sido por deseo de algunos dioses.

Me había sumido en una rutina tan profunda, de la que era tan difícil escapar, que había olvidado por completo quién era, y que el mundo Oirigin y Skay existían de verdad. Había estado viviendo una pesadilla de la que no podía huir.

Fría como el hieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora