Capítulo VIII

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Skay

Me quedé pensativo frente a la puerta de la habitación en la que la extraña forastera se encontraba.

Había sido una situación demasiado incómoda el hecho de verla llorar y me había impactado más de lo que yo mismo iba a reconocer... porque los fríos no lloran, ni tampoco sienten. Aquello demostraba que Alice no era como nuestros enemigos. ¿Pero entonces qué era? ¿Cómo podía ser la única hija de la reina Opal, caracterizada por su suprema calidez? Nada tenía sentido.

Me sentía tan abrumado por la situación, que no había podido evitar dirigirme de nuevo a su habitación, porque necesitaba hablar con ella y saber si realmente era diferente a los demás fríos. Quizá se trataba de una trampa, aunque sabía que infiltrar a una adolescente en territorio de cálidos no era el modo en el que solía actuar Ageon, el rey en el reino de los fríos. Él no solía pensar tanto, sino que atacaba y mataba sin remordimientos cuando lo deseaba.

Había dedicado muchos años de mi vida a entender el funcionamiento de sus emboscadas más mortíferas y Alice no parecía entrar dentro de lo normal.

Me encontraba delante de la puerta cerrada de su nueva habitación de palacio, mientras pensaba en qué podría preguntarle cuando la viera. Además, esperaba que ya hubiera dejado de llorar, ya que habría sido un golpe demasiado impactante volver a verla en aquel estado tan emocional. No estaba acostumbrado a ver a nadie con el aspecto del enemigo, llorando sin control.

Finalmente, me decidí a abrir la puerta de par en par. Sin embargo, el guion que me había preparado recientemente en mi cabeza, se desvaneció por completo al ver a la muchacha prácticamente desnuda.

Su piel era blanca y parecía porcelana. En aquel preciso momento, me pareció exótica y diferente a todas las chicas que había visto con poca ropa.

Mis ojos no pudieron evitar recorrer su cuerpo con un deseo incontrolado. ¿Qué estaba haciendo, por qué no podía moverme? ¿Por qué no apartaba la mirada?

Yo no era así. Obviamente, no entraba en las habitaciones de mujeres mientras se cambiaban de ropa. Mi mala costumbre de no llamar nunca a la puerta, privilegios de ser el heredero al trono, me había pasado factura con aquel incidente.

Pasaron unos breves segundos y Alice se encontraba tan petrificada como yo, tanto que ni siquiera reaccionó para taparse.

Mi respiración se aceleró al observar la perfección de sus pechos, redondos y algo grandes. Además, el espejo que tenía detrás me dio una buena vista de su espalda y de la curva de su cadera.

A continuación, me sorprendí a mí mismo al comprobar que la temperatura de mi cuerpo había subido hasta niveles que creía inalcanzables. Emanaba vapor por todas partes y estaba seguro al cien por cien de que mi cara se encontraba completamente roja por la vergüenza que sentía.

Si alguien me hubiera tocado en aquel momento, habría comprobado que estaba ardiendo, parecía puro fuego.

Finalmente, sucedió lo que tendría que haber sucedido desde el momento en el que abrí la puerta de esa habitación.

Alice se tapó los pechos que no había podido evitar no mirar y gritó muy fuertemente.

Aquel grito hizo que cerrara los ojos y me tapara la cara, completamente avergonzado por lo que había hecho.

- ¡Lo siento! No pretendía... quiero decir que no era mi intención...  – empecé a decir con los ojos cerrados, muerto de la vergüenza.

Escuché la sarcástica risa de Alice a escasos metros de donde me encontraba.

- ¡¿No pretendías?! ¡Estúpido! ¿Te crees con derecho de ir allá donde te sale de los cojones cuando tú quieres y sin preguntar?

Fruncí el entrecejo al escuchar una extraña palabra de la cual no entendía su significado. Pensé en los numerosos diccionarios que había memorizado de pequeño y la palabra "cojones" no se encontraba en ninguno de ellos. Sin embargo, no me costó mucho adivinar que por el tono de su voz, estaba muy mosqueada conmigo.

Me dispuse a responder, pero primero abrí los ojos, ya que me sentía inseguro al no ver a la persona con la que pretendía hablar. Para mi alivio, Alice se encontraba entonces con la ropa que le habían dejado preparada.

- Lo siento de verdad... sólo quería hablar contigo. No quiero que pienses que irrumpo en las habitaciones de las chicas para verlas sin ropa. – me defendí tan bien como dignamente pude.

- Pues te has quedado mirando. – respondió dejándome sin argumentos al respecto, pues ni siquiera yo mismo entendía cómo había podido comportarme de aquella manera tan poco noble. ¿Qué había sido de los estrictos modales que me habían inculcado?

- ¿Crees que quería verte prácticamente desnuda? No es algo que haya deseado precisamente.

- ¿Y por qué estás ardiendo? - inquirió avergonzada, pero también con algo de furia en su tono de voz.

Me sorprendí de la perspicacia que tenía aquella chica, la había juzgado cuando no había hablado con ella aún. Era inteligente.

Y, de nuevo, sentí que no tenía respuesta a esa pregunta. Era algo que todavía no me había atrevido a reconocer. ¿Por qué mi cuerpo entero estaba ardiendo?

No había tenido aún la audacia de asumir que aquella chica, cuyo frágil cuerpo parecía que fuera a romperse de un momento a otro, lograba despertar en mí fuertes sentimientos y emociones que nunca me había creído capaz de sentir.

Fría como el hieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora