Prólogo

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El incienso fue lo primero que Sorex percibió cuando se adentró en la familiar oscuridad del templo barroco. Sus pasos lentos, normalmente silenciosos como los de un depredador felino, resonaron con eco al impactar sobre los bloques de piedra pulida del suelo.

Las noches en Fosterate siempre eran frescas y húmedas, incluso durante el verano. Las brisas cargadas de humedad de la costa tocaban tierra durante la noche, enfriándose y formando neblinas grisáceas que mojaban las carreteras y colmaban el ambiente con el olor del asfalto.

La escasa luz del exterior, proveniente de las farolas del cementerio y de la luna menguante que asomaba entre las nubes, entraba en la iglesia a través de las altas vidrieras coloreadas, arrancando destellos plateados del cabello rubio pálido de Sorex.

Se detuvo justo al inicio de una alfombra granate con filigranas doradas y verdes, aguardando en silencio y clavando los ojos grises en un cristo anclado en la pared detrás del altar. La figura se inclinaba peligrosamente hacia delante, como si en algún momento los clavos de la cruz fueran a soltarse y dejar caer la figura sobre la gran mesa de madera maciza.

Los segundos transcurrieron densamente, como el fluir de la miel. Sabía que él estaba allí, oculto en un recoveco húmedo y frío, detrás de alguna de aquellas paredes de roca beige adornadas con incontables angelotes y vírgenes. Casi podía escuchar las polillas destrozando los mantos santos y los hongos creciendo en la profundidad de los bancos. Las ratas jugueteaban un par de pisos por encima de su cabeza, cerca del campanario.

­­­­­― Has tardado. ― La voz de su acompañante llenó la pequeña iglesia con un tono gutural y anciano, como si el propio diablo se hubiera abierto paso hasta el mundo terrenal. Sorex había dejado de creer en dioses hacía décadas, pero si el demonio fuera real, estaba seguro de que se asemejaría bastante a lo que había en aquella capilla.

No apartó la vista de la cruz ni tampoco contestó, pero hizo un leve asentimiento de cabeza casi imperceptible al ojo humano.

La figura de negro avanzó desde detrás de él, pasando por su derecha y caminando hacia el altar sin apenas emitir ruido. Se detuvo detrás de la gran mesa, cubierta por un mantel blanco pulcramente extendido, con tal pureza únicamente interrumpida por dos gotas carmesí. El cristo de la pared proyectó extrañas sombras sobre el rostro adulto y blanquecino del hombre. Era tan alto que podría rondar los dos metros, y a pesar de su delgadez y aparente fragilidad, Sorex sabía que aquel ser era extremadamente letal.

― Debes vigilar a alguien. ― Hubo una pausa antes de que el más joven respondiera.

― ¿Una advertencia? ― Y cuando sus labios pálidos se separaron para pronunciar aquellas simples palabras, el tono ronco le hizo preguntarse cuantos días llevaba sin articular vocablo.

― Sólo vigilar. ― Un pellizco de confusión estuvo a punto de romper el rostro regio de Sorex, pero consiguió controlar la mueca a tiempo. ― Blair Reed, ronda los peores tugurios de Fosterate. No te resultará difícil saber quién es.

― Bien.

― No la toques. ― Insistió. ―Aún no. ― El chico frunció ligeramente el ceño. Los pedidos como aquel sólo terminaban de un modo: analizar al enemigo y luego arrancarle la cabeza del modo más lento y doloroso posible. Nadie salía vivo del ojo crítico de su amo.

― Puedo hacerlo yo, señor. ― Teagan habló desde el piso superior, con la voz melosa deslizándose por los tímpanos de Sorex como una víbora y rebotando en los muros de la iglesia. Dos segundos después, la mujer apareció a su lado y el movimiento apenas se percibió como un destello naranja y dorado. ― Sorex no parece muy colaborador hoy.

―Lo haré. ― Murmuró, en un tono más cortante de lo que pretendía, y Taegan se volvió ferozmente hacia él, como si la hubiera insultado.

― Tatum, tú no estás hecha para tareas mediocres. ― Las palabras del amo hicieron que la ira de la chica cambiara a una mueca petulante que convirtió su rostro en el de una diosa inmortal de belleza desorbitada. La melena pelirroja, con un corte recto y limpio a nivel de los hombros, bailó a su alrededor cuando se dirigió hacia uno de los bancos. Se dejó caer en el asiento como si fuera un trono. ― No falles. ― Su señor se dirigió a él de nuevo, amenazante.

― Entendido. ― El chico sabía que las órdenes no habían terminado todavía, pero le dio la espalda al altar y se dispuso a caminar en dirección a las grandes puertas de hierro y madera oscura que llevaban al camposanto.

No tuvo tiempo de mover apenas un pie.

― Estoy hambriento, busca algo para mí. ― Hubo unos segundos de silencio sepulcral. ― Sin juegos, Sorex ― Él tragó saliva y Teagan soltó una risa aguda que reverberó en el templo.

Sabía lo que significaba en concreto lo que su señor le estaba pidiendo: nada de borrachos anestesiados por el alcohol ni drogadictos moribundos por una sobredosis. Tampoco enfermos terminales de un hospital, animales, ni litros robados del banco de sangre. Quería una víctima, quizás dos, jóvenes, tiernas y todavía tibias, agonizando sobre la mesa en la que se consagraba el vino de los católicos.

Asintió, todavía de espaldas a los dos acompañantes. Esta vez, pudo ponerse en movimiento hacia la noche neblinosa del exterior, como un lobo solitario a punto de salir de caza.

Mientras abandonaba el lugar, deseó que las leyendas del agua bendita y los crucifijos fueran ciertas. Ojalá pisar aquel lugar le descascarillase la piel y la carne, fragmentándolo poco a poco hasta reducirlo a cenizas. Ojalá aquel inmenso crucifijo inclinado hacia delante cayera sobre su amo, dándole solo un segundo, una única oportunidad, para vengarse de aquel veneno que había inyectado en su sangre.

El veneno que nos une.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora