Los ojos te observan

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El día transcurría con normalidad en la enorme ciudad. O al menos así lo buscaban sus habitantes. Mientras los niños iban a la escuela, los adultos salían a sus trabajos o al supermercado. Nada más que eso. Los ciudadanos evitaban en todo momento estar al aire libre, y cuando lo hacían evitaban mirar al cielo.

Pero nada de eso impedía sentir su mirada.

Millones de ojos, de todos los tamaños, formas y colores, rodeados de una masa carnosa llena de sangre, adornaban el cielo de forma grotesca. Además, un peculiar olor a putrefacción y basura llenaba el aire en todo momento, al punto en que nunca terminabas de acostumbrarte al desagradable olor.

La horrida criatura debía ser gigantesca, pues nunca más se volvió a ver el color azul del cielo, ni el sol, ni la luna y mucho menos las estrellas. A donde quiera que mirases, de horizonte a horizonte, el ser lo abarcaba todo. Los ciudadanos solo podían suponer si era de día o de noche por los cambios de temperatura y por sus relojes.

La criatura solo estaba ahí; inmóvil, observando.

En uno de los cientos de departamentos de la ciudad, Diana había vuelto de hacer sus compras en el supermercado junto con su pequeña hija Sofía, a quien le soltó la mano para poder meter la llave en la cerradura de la puerta

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En uno de los cientos de departamentos de la ciudad, Diana había vuelto de hacer sus compras en el supermercado junto con su pequeña hija Sofía, a quien le soltó la mano para poder meter la llave en la cerradura de la puerta. Ambas entraron casi a la par y fueron recibidas por una oscuridad absoluta. Diana tentó la pared a su izquierda hasta encontrar el interruptor y lo presionó. Todas las luces se encendieron y ambas pudieron ver.

Sofía rápidamente corrió hacia la sala del lugar, en donde había varios de sus juguetes regados. Por su parte, Diana fue a la cocina y empezó a desempacar los productos que había comprado. Mientras lo hacía, no pudo evitar mirar a la puerta por la que había entrado, dejándose consumir por sus propios pensamientos.

Hace bastante tiempo, más del que podía recordar, que Robert, su esposo y padre de su niña, había salido de la ciudad y nunca más volvió. De hecho, y ahora que lo pensaba, ella tampoco había salido de la ciudad por un buen rato. Nadie de los que conocía había salido o vuelto a entrar. Por alguna razón, todo seguía como siempre. Y aquello empezaba a hacerle ruido.

Rápidamente, volvió de su ensimismamiento cuando escuchó a su hija moviendo las cortinas de la ventana. Asustada, corrió hacia ella, y con un movimiento brusco la cargó en sus brazos y se alejó caminando hacia atrás lo más que pudo hasta que chocó con la pared.

Se dejó caer, sin soltar a su hija en ningún momento, y se quedó ahí, sentada, de cara a la ventana. Las lágrimas empezaron a nublarle la vista al mismo tiempo que sentía que su corazón se encogía. Sintió la mirada de la pequeña Sofía sobre ella, y volteó a verla para ser recibida por esa sonrisa inocente que veía todos los días.

Diana no podía evitar sentir envidia por su propia hija. Ella vivía en su inocente mundo infantil, sin estar consciente de lo que implicaba la existencia de aquel horrido ser que se blandía de forma infernal y grotesca por todo el cielo, observando.

Ella, al igual que los demás habitantes, habían tratado de seguir con sus vidas de forma normal, pero cada vez era más difícil. Ni Diana ni ningún otro habitante de la ciudad recordaban en qué momento apareció la criatura. Tampoco sabían cuánto tiempo llevaba ahí. Lo que era seguro era que habían pasado muchos años, más de los que Diana podía recordar, y más de los que se suponía ella debería vivir.

Pero Diana también sentía lastima por Sofía. Había pasado demasiado tiempo, y su hija no parecía crecer. De hecho, nadie de los que ella conocía parecía envejecer. Diana se había hartado de vivir, porque podría jurar que debió morir hace años.

Para fortuna de ella, no era la única que pensaba algo similar. Muchos otros habitantes sabían que algo estaba mal, pero nadie sabía qué. No era solo la criatura, era algo más.

Ojalá Diana y todos los demás habitantes de la ciudad supieran que no se trataba de un ser ajeno a todos ellos, sino que se trataba de ellos mismos. Todos eran parte del mismo ser, mezclados en una masa amorfa, compartiendo una conciencia colectiva.

En algún punto de la existencia humana aquella cosa apareció, derritiendo a todos y asimilándolos como uno solo, adhiriéndolos a él.

Y ahora los mira todo el tiempo. Son su juguete, su experimento, pero ellos no pueden hacer nada.

Porque los ojos observan, ellos siempre te observan.

Porque los ojos observan, ellos siempre te observan

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El libro de las creepypastasWhere stories live. Discover now