19

218 19 0
                                    

—Mamá, me voy.
—¡Espera, Sam! ¿A dónde vas?
Suspiro con vehemencia y me detengo. Por un pelo, pienso, con la mano sobre el picaporte. Me doy la vuelta fingiendo una sonrisa amable y observo el rostro preocupado de mi madre asomando desde el salón.
—Ya te dije que había quedado para cenar —respondo, con toda la docilidad que me permite mi frustración interna. Estoy intentando portarme bien con mi madre para conseguir un buen ambiente familiar y poder vivir en un sitio seguro una vez termine mi ingreso en el psiquiátrico. Pero es más complicado de lo que pensaba. Si estoy en silencio y respondo educadamente a sus preguntas, ella deja de decirme lo que tengo que hacer y podemos mantener una conversación sana y adulta durante al menos cinco minutos. Pero todo se descontrola cuando su tono de voz se acerca peligrosamente a la línea de hacerme sentir juzgada, y es entonces cuando tengo que levantarme a por un vaso de agua hasta que las ganas de asesinarla cesan. Noemí no puede decir que no lo estoy intentando.
—Me acuerdo, pero no recuerdo con quién vas.
—Con mis amigos. Mis amigos del psiquiátrico. —Mis dedos tamborilean inquietos.
—Estás muy guapa —me suelta, suspicaz.
Yo me limito a encogerme de hombros. Me he puesto un jersey morado, unos vaqueros  y unos botines. Por primera vez desde hace años, me he alisado el pelo y la electricidad estática serpentea desde la raíz hasta las puntas. Un poco de maquillaje para agrandar los ojos y un color cobrizo adornando mis labios dan a mi look un toque de elegancia y naturalidad adorables.
—Me he arreglado un poco, solo eso. ¿Puedo irme ya? Llego tarde.
—¿No quieres que Tom te acerque?
—Ya he hablado con él, me recogerá sobre las ocho en el restaurante. Le he dado la dirección. —Sin dejar más tiempo para una posible réplica, me doy la vuelta y abro la puerta. Un soplo de aire fresco me golpea en la cara y hace aletear mi ropa. Me pongo el abrigo y me arrebujo todo lo posible en él, notando que mis extremidades protestan por el cambio de temperatura tan repentino que diciembre ha traído consigo—. ¡Adiós!

Me sumerjo en la oscuridad de la noche y camino con prisa hasta el restaurante italiano en el que he quedado. Las calles están abarrotadas, una muchedumbre
ensordecedora y risueña disfruta bajo la promesa de una memorable escapada.
Fundiéndome con ellos y contagiándome de su espíritu alegre, hasta el lugar de mi cita.
—¿Por qué has tardado tanto? —Gèrard se frota las manos, enrojecidas por el frío.
Sorprendentemente, no las ha cubierto con guantes.
—Mi madre me ha entretenido, lo siento. Y alisar este pelo tiene lo suyo también.
—Te sienta muy bien el pelo liso —ronronea Flavio.
—Gracias —respondo, notando como un rubor intenso cubre mis mejillas.
—¿Entramos ya? —Maialen se muestra impaciente, y no es para menos. La primera vez que nos vemos todos fuera del centro (sin contar a Nia, por razones obvias) es para cenar en un restaurante. Fue una idea impulsiva de Maialen tras la sesión de psicodrama y, aunque se muestra contenta con la iniciativa, también está algo nerviosa.
Asiento ante sus palabras y los cuatro entramos en el recinto. Es un lugar muy acogedor. La iluminación es tenue, dándole un toque íntimo y personal, y las paredes están decoradas con frases de películas italianas famosas. Huele a albahaca, a pasta fresca y a pizza recién horneada. Tomo asiento al lado de Flavio, con Maialen y Gèrard enfrente. Me pregunto si esta disposición será casual.
—Tom me ha recomendado este restaurante. Según él, la comida es deliciosa —les informo, abriendo la carta y mirando a Flavio con coquetería—. ¿Te apetece que pidamos una pizza a medias, para compartir?
—¡Sí! —exclama, dejando la carta sobre la mesa mientras me aprieta afectuosamente el muslo bajo la mesa y yo me quedo sin respiración.
—¿Quieres que tú y yo también pidamos algo para compartir? —pregunta Gèrard a
Maialen, aunque palidece enseguida—. Quiero decir, lo que prefieras, igual quieres otra cosa más sana o…
—No te preocupes, ya sé a lo que te refieres. Pediré algo por mi cuenta mejor — responde Maialen, interrumpiéndole. Se la ve un poco seria, aunque mucho más feliz. Ha cogido algo de peso y su cara ha abandonado ese espectral color lechoso que la caracterizaba. Su melena está bien
cuidada y los dedos de sus manos comienzan a recuperar la suavidad que debería adornarlos. Sigue llevando prendas anchas para ocultar su figura, aunque ya no le molesta tanto sentirse expuesta a la opinión de los otros. Ha aprendido que la gente puede ser cruel e interesada, pero el poder de la indiferencia reside en nosotros.
—Echo de menos a Nia —digo en voz alta.
Me da mucha pena que no pueda estar aquí, pero sé que dentro de poco podremos hacer estos planes todos juntos.
—Hablando de Nia… —Flavio se agacha para rebuscar en su bolso, y ante mi asombro, saca un ordenador portátil. Tras encenderlo y colocarlo encima de la mesa, en uno de sus extremos para que todos podamos observar la pantalla, mira su reloj.
—¿Qué demonios pasa? —pregunto, extrañada.
Flavio se lleva un dedo a los labios para pedirme silencio y cuando las manecillas de su reloj marcan las siete en punto, teclea algo con fruición en el portátil, tapando la pantalla con su cabeza.
—¡Tachán! —exclama, victorioso, tras haber iniciado lo que parece ser una sesión de Skype. Flavio vuelve a recostarse sobre su asiento y sonríe ante nuestro asombro al comprobar la cara que aparece en la pantalla.
—¡Nia! —Maialen, Gèrard y yo gritamos su nombre a la vez y nuestra amiga nos sonríe desde el ordenador.
—¿Me echabais de menos? —pregunta, melosa. Se ha recogido su melena rizada en un sencillo moño y su piel morena está salpicada de colorete. A juzgar por la cantidad de libros que se pueden observar a sus espaldas, Nia tiene que estar en la biblioteca, usando uno de los ordenadores de la sala.
—¿Y esto? —Mi alegría puede olerse a kilómetros de distancia. Flavio me coge la mano y susurra, alegre: «Ventajas del wifi gratis».
—Que todavía no pueda salir a la calle no significa que vaya a perderme una fiesta. Espiritualmente, estoy con vosotros.
—Esto no es una fiesta; es una cena.
—Gracias por la apreciación, Sherlock Gilabert. Tú me has entendido.
Justo entonces, llega el camarero y nos pregunta qué queremos para cenar. Cuando apunta nuestra comanda, observa el portátil sobre la mesa, curioso. Nia se limita a encogerse de hombros y a mostrar en la pantalla un bol de ensalada.
—Yo ya estoy servida, gracias.
El pobre camarero se marcha, azorado y con la cabeza agachada, entre un coro de risas.
Lejos de resultar extraño, charlar con un ordenador viviente no es tan complicado. Además, cuando Nia se pasa de sarcástica o empieza a piropear a los camareros, solo hay que bajar la tapa y castigarla con cinco minutos de negrura y fría inexistencia. Mientras la conexión a internet no falle, Nia es otro comensal más. Me peleo con Flavio por los pedazos de pizza más grandes y terminamos dándonos de comer el uno al otro, como dos empalagosos enamorados de una película de domingo a media tarde. Nia dice con asco que si estuviera a nuestro lado nos escupiría, así que pulso el «mute» y me río en su cara cuando se muestra frustrada al no poder hacerse entender. Gèrard también disfruta de su comida, pero Maialen está muy seria. Cuando el camarero le ha traído su ensalada, apenas ha podido sostener el plato sin que sus manos temblaran, descontroladas. Ha avanzado mucho respecto a sus miedos y ha comprendido que tiene un problema. Quiere cambiarlo, aunque sabe que para ello tiene que comer con normalidad. Es un camino lento y tortuoso, pero lo único que importa ahora es que ella es consciente. La valentía supone enfrentarse a los miedos sabiendo lo mucho que se puede perder y lo poco que se puede ganar. La valentía se transforma en orgullo cuando se comprueba que sucede todo lo contrario.
—¿Estás bien? —No puedo contenerme más y, aún a riesgo de que Maialen me
fulmine con la mirada, tengo que preguntar.
—Sí, tranquila. Llevaba tiempo sin comer tan rápido, no estoy acostumbrada.
—¿Por qué no comes más despacio, entonces?
—Quiero ir a vuestro ritmo. —Maialen se muestra firme y, para darle más énfasis a sus palabras, pincha con fuerza un pedazo de lechuga y se lo mete a la boca. Yo le
sonrío y permito a Nia hablar de nuevo tras activar el sonido. El resto de la cena transcurre con normalidad. Charlamos animadamente sobre nuestros institutos, los amigos del barrio, qué haremos después del psiquiátrico. Sellamos nuestra amistad con la promesa de vernos todas las semanas aunque nuestros destinos se separen, y yo me pregunto si de verdad lo haremos o quedará en el olvido. Maialen consigue terminarse su ensalada al mismo tiempo que nuestros platos se vacían, enrojeciendo cuando la aplaudimos con orgullo. El cambio existe y es inherente a nosotros. Aunque no podamos verlo, ni oírlo, ni tocarlo, está siempre a nuestro lado. Somos nosotros los que decidimos seguir su camino o prenderle fuego. La batería del portátil de Flavio muere a la hora del postre, y Nia se apaga con él. Pedimos la cuenta mientras llamo a Tom y le digo que venga a buscarme cuando pueda, sin prisa, además de preguntarle si no le importaría acercar a mis amigos a casa.
—Así que… ¿voy a conocer a mi suegro? —pregunta Flavio, dándome un beso en la
cabeza.
Reprimo un escalofrío y me encojo dentro de mi abrigo. Mitad culpa del frío, mitad culpa de la incomodidad.
—Tom no es mi padre, no puedes utilizar el término suegro con él. Además, ¿desde cuándo estamos saliendo? Que yo sepa no somos novios… todavía.
—Tú lo has dicho. Todavía.
Decido no continuar esta conversación ahora y acaricio el pelo de Maialen. Su cabellera descansa sobre mis rodillas, es como si tuviera una hermana pequeña a la que cuidar. Y me parece adorable.
—¡Mirad, ahí está Tom! —Un Cabriolet blanco con el parabrisas lleno de barro aparece por la carretera para darme la razón, y todos nos ponemos en pie. Mientras mis amigos saludan a Tom y yo me muero de la vergüenza cuando Flavio y él se estrechan las manos tan contentos, me monto en el asiento del copiloto y pongo la radio. Echo a Flavio con urgencia cuando amenaza con despedirse de mí con más cariño que los demás y mi corazón suspira aliviado cuando Tom y yo nos quedamos solos, en su coche. Huele a colonia de viejo y a tabaco.
—¿Te lo has pasado bien?
—Sí —respondo, encogiéndome de hombros.
Aunque no puedo evitar soltar una sonrisilla al pensar en que este ha sido mi primer plan con amigos fuera del psiquiátrico. Amigos reales, no personajes de televisión o de libros.
Sienta bien esto de ser normal.

✨Un acorde menor✨ ~Flamantha~Dove le storie prendono vita. Scoprilo ora