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Edith comprobó que todos los preparativos estuvieran listos para la fiesta. No quería imprevistos. Desde hacía varias semanas, no había hecho otra cosa excepto asegurarse de que nada pudiera salirse de control en el último minuto. Astrid, con su encantadora sonrisa y su horripilante positivismo, había repetido hasta la saciedad, como si de un loro se tratara, que «todo irá genial, Ed, no te agobies». Y Edith lo intentaba, ¡los dioses lo sabían muy bien!, pero no podía fingir que el mundo había cambiado y que no necesitaban al menos unos cuantos años más para aceptar que las personas como ella existían y tenían los mismos derechos que el resto.

Ellos no tenían la culpa de poseer las habilidades con las que habían nacido. No había sido su elección. Aunque fuera lo ideal a veces, tampoco podían fingir que no existían, porque las consecuencias serían catastróficas. Entonces ¿por qué la gente se empeñaba en señalarlos con el dedo?, ¿en marginarlos o incluso en atacarlos? ¿Por qué en lugar de complicarse la vida con prejuicios inútiles no hacían algo para unir fuerzas e intentar entender a los que eran aparentemente diferentes y ayudarlos a quererse? Si no fuera por sus padres y su hermana, Edith no sabía qué habría sido de ella.

Sacudió la cabeza para apartar esos pensamientos a un lado, no le harían ningún bien y hoy era un día importante. Por fin heredaría oficialmente la empresa de su difunto padre y se presentaría en sociedad, ante los inversores y los accionistas, como lo que era. No la heredera maldita, de la que se burlaban en los periódicos y en las redes sociales de vez en cuando, ni una mocosa inestable que hundía la nariz en los libros y se escondía en casa, ya que, si salía a la calle, existía la posibilidad de que hiriera a alguien.

No, nunca más.

No sería ninguna de ellas. Sería su propio «yo».

—¡Ed! ¡EDITH! —Astrid, todavía sin arreglar y con varios vestidos en los brazos, irrumpió en su despacho—. Uf, ¡menos mal que te encuentro! ¡Tengo un problema muy gordo!

A Edith se le escapó una sonrisa al ver a su hermana gesticular y moverse de un lado a otro, como si quedarse quieta le supusiera un esfuerzo sobrehumano. Astrid siempre tenía problemas «gordos», aunque después no lo fueran tanto, así que decidió ponerse cómoda e invitarla a tomar asiento.

No le hizo ni caso.

—¿De qué se trata? —probó suerte.

Astrid se rindió de sopetón, como si la batería se le hubiera acabado de repente y sin advertencias de «ponga su dispositivo a cargar». Se derrumbó en la silla y hundió el rostro en la mesa. Una mata de rizos azabaches, con destellos castaños, se desparramó a su alrededor.

—Agdar no me deja ir con pantalones estampados y camisetas holgadas.

—Qué dramón —se burló y añadió, un poco más tranquila—: ¿A dónde?

—¡Al evento! —bramó, incorporándose de golpe.

—No, no puedes —se compadeció—. Tendrás que lidiar con este problema con una sonrisa y un vestido espectacular.

—Odio estos vestidos —farfulló, lanzándole una mala mirada a los vestidos. Estaban tirados sobre la alfombra—. ¿Y si me pongo uno de los míos?

—Todos tienen estampados.

—Elegiré el más sutil.

Edith abrió la boca para replicar, pero al final lo dejó estar. Era una pérdida de saliva y de tiempo. Su hermana estaría con el ceño fruncido toda la noche y necesitaban mostrar un frente unido, sobre todo con el señor Rønning en escena. Era el accionista más importante, el que tenía las de ganar si se equivocaban. No podían permitirse ni un error. Muchísimo menos hoy.

Esquirlas de un solsticioWhere stories live. Discover now