cuatro

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Por fin estaba en casa.

Astrid le había contado cómo había descubierto el engaño de Amund y lo traicionada que se había sentido al respecto. Amund había resultado ser más estúpido de lo que Edith habría apostado. ¿Dejar las pruebas del delito en las narices de Astrid? ¿Qué creía?, ¿que su hermana se había caído de un guindo? ¿o que no sabría qué hacer si descubría la verdad? En realidad, Edith estaba realmente sorprendida. Nunca habría imaginado que su hermana fuera capaz de mantener la calma y actuar en consecuencia, sin romperse en medio del camino. Se necesitaba de mucha entereza para hacer lo que había hecho sin cometer ningún error Tal vez en unas horas, cuando la adrenalina hubiera desaparecido de su sistema, cuando estuviera tranquila en su habitación, se derrumbaría en un saco de lágrimas y mocos. Por ahora, Edith disfrutaría de tenerla pegada como una lapa, pendiente de sus necesidades como si temiera que volviera a desaparecer.

Nunca lo haría. Ni en un millón de años.

—Christian me ha prometido llamar en cuanto sepa en qué ha quedado la denuncia y el resto de los trámites. No te preocupes, van a pagar por lo que han hecho.

Eso esperaba. De todos modos, era imposible que acabaran con Weselton de la noche a la mañana. Solo tenían un sitio, unos cuantos nombres y muchísimas personas que querían volver a casa, aunque ya no tuvieran una. Además, solo habían atrapado a la caballería, no a los peces gordos.

Quizás tendrían respuestas si el cerdo de Amund apareciera. No sabían cómo lo había hecho, pero había conseguido librarse de la pareja de policías que se quedó a cargo de él.

Era un cabrón con suerte.

—¿Y los demás? —Desde que abandonaron la comisaría, no había pensado en ninguno de ellos. Se sintió mal inmediatamente—. ¿Qué será de Andrea? No tiene a donde ir.

—Es mayor de edad —le recordó con calma—. Christian, y la asociación, le echarán una mano.

Edith asintió no del todo conforme. ¿Por qué no le había buscado enseguida? Era una pésima «compañera de fugas». Desde el rescate, todo había sido una locura; la asociación, y los voluntarios, por un lado y la Seguridad Nacional por otro, Edith y el resto no habían tenido ni un respiro. Esas últimas horas, aunque liberadoras, habían sido un no parar: revisiones médicas, declaraciones oficiales, denuncias... Era inevitable que perdiera a Andrea de vista, pero la sola idea de haberlo dejado en la estacada, le hacía daño. Tal vez Agdar mañana pudiera hacer algo. A Olaf, que dormitaba alrededor de su cuello, como si el asunto no fuera con él, se le erizó el pelo y salió disparado al suelo. Edith, que no se había esperado ese movimiento tan brusco, tardó un segundo en comprender qué estaba mal.

Si alguien le hubiera preguntado, tan solo unas horas atrás, qué esperaba de esa noche en la comodidad de su casa, no habría respondido con un «el ex de mi hermana vino con una pistola para matarme, ¿y tú?», porque no tendría lógica y ese hombre, aunque desquiciado, actuaba siempre a partir de ella.

—Amund —le advirtió con una tranquilidad que contrastaba duramente con su postura. Estaba tensa. Estaba lista para la acción—. Sea lo que sea que crees que vas a conseguir con esa cosa, detente ahora mismo. La policía está ahí fuera.

Era cierto. Tenían escolta. No habrían podido abandonar la comisaría sin protección. Pero Amund eso ya lo sabía y le daba igual.

Estaba desquiciado. Ese fue su error. Y la confianza, el de Edith.

—Tendría que haberte matado allí, arrodillada a mis pies, ¡suplicando clemencia! Estabas acabada y yo fui demasiado bueno... Siempre muy bueno. Qué tonto. Qué tonto...

Esquirlas de un solsticioWhere stories live. Discover now