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Astrid se despidió de Christian con una sonrisa forzada. Habían pasado casi cuatro meses desde la desaparición de su hermana y las partidas de búsqueda ya se estaban dando por vencidas. Solo quedaban unas pocas, pero, por más que quisieran, no podían abarcar tanto terreno como lo harían con el respaldo de las autoridades. Christian le había prometido que haría un llamado al voluntariado de otras ciudades, que no pensaba dejarlo estar, porque cada persona importaba en esta lucha por la igualdad. A Astrid le gustaría ser así de optimista, en serio, pero le resultaba imposible.

Olaf, el hurón blanco de Edith, asomó su cabecita desde su escondite en el bolsillo de su chaqueta. No se había separado de ella desde esa madrugada. Era como si supiera que algo terriblemente malo había sucedido. Astrid, no queriendo sumergirse en esa espiral de autodestrucción que le acompañaba desde hacía semanas, acarició la cabecita del pequeñín, y se encaminó hasta el despacho de su padre, que tendría que ser de su hermana, pero que ahora ocupaba su novio. Amund había sido nada más que encantador y comprensivo, se había hecho cargo del negocio sin protestar y siempre estaba ahí cuando Astrid no podía con la presión. Sin embargo, aunque fuera un sin sentido, que lo era, no se sentía del todo cómoda con él.

—Sabes que no me gusta esa cosa —se quejó Amund al verla entrar con Olaf en los brazos. El hurón gruñó—. ¿Todo bien?

—Todo mal —lloriqueó Astrid—. Las últimas partidas han tirado la toalla, Chris dice que va a solucionarlo, pero...

—Cree que es una pérdida de tiempo —completó por ella. Astrid asintió reteniendo las lágrimas a duras penas—. As, no llores, no te va a ayudar en nada.

—Ya... —gimoteó y se frotó los ojos ante la atenta mirada de Olaf, que por fortuna se había quedado quietecito—. Es que no puedo más... Ed y yo... ¡Siempre estamos juntas! Y encima llevábamos días sin hablarnos, y ahora...

—Está bien. Está bien.

—¡Nada está bien!

Amund se puso en pie rápidamente y la abrazó con fuerza. Astrid buscó la serenidad que antes le transmitía acurrucarse en la calidez de su pecho. No encontró nada de eso. No obstante, no se zafó de su agarre. Necesitaba eso, cualquier cosa para no ahogarse en los «y si...», que la perseguían hasta dormida.

—¿Sabes qué? —susurró Amund—. Esta noche nos olvidaremos de todo. Haré que nos preparen una cena digna de un cinco estrellas. Pondremos música, bailaremos y, bueno, haré las cosas bien.

—¿Las cosas bien? —repitió.

—Te daré un anillo.

—No creo que... Amund, mi hermana...

—Sh, todo se resolverá —la silenció con cariño—. Estaremos bien. Cuidaré de ti.

Por algún motivo que se le escapaba, esas palabras tuvieron el efecto contrario. No estaba relajándose en absoluto. Horas después, mientras Amund salía a resolver un infortunio en la oficina, Astrid descubriría el porqué de su nerviosismo.

Amund Rønning no era su príncipe azul, sino el villano de su cuento de hadas.

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Edith se sobresaltó y alguien gritó.

—¡Quema! ¡Quema!

—¿Andrea? —preguntó a media voz—. ¿Qué haces aquí? ¿Por qué me has tapado la boca?

—Pues como en las pelis —lloriqueó sacudiendo la mano herida de un lado a otro, y dando saltitos. Era como un crío—. No quería que chillaras.

Esquirlas de un solsticioDove le storie prendono vita. Scoprilo ora