III. Emanuel

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Por fin era el sábado de la cita.

Después de su jornada en la clínica, que duraba desde las ocho de la mañana hasta las seis de la tarde, Emanuel retiró de la tintorería el único traje de gala que había traído de Inglaterra, y que había estado guardando para una ocasión especial. Al regresar a la pensión, se acicaló, se vistió y se peinó sus rizos rubios rojizos hacia atrás, o más bien, acomodó cuantos pudo, ya que algunos se negaron a quitársele de la frente.

Se trasladó en tranvía y caminó un par de cuadras hasta el esplendoroso Café Gardenia, donde se ofrecían los mejores platillos para los comensales más refinados. En la entrada, un mozo le preguntó si tenía reserva, y él respondió que lo esperaba "la inigualable Serafina Gorman Jacob", con lo cual le abrieron las puertas. El sitio tenía un elegante estilo francés, con mesas redondas, cortinas rojas aterciopeladas y candelabros dorados. A Emanuel lo llevaron a un sector más privado al fondo del local, donde apenas se escuchaban las voces de otros comensales y se veían a los camareros pasando. Su mesa tenía tres velas y un delicado arreglo de claveles, detalles que le parecieron muy románticos.

―Qué puntual ―Lo sorprendió la voz de Serafina detrás de él, usando un vestido color vino con pequeños detalles brillantes y una capa negra.

―Su Alteza ―Le hizo Emanuel una reverencia sobreactuada, con tal de robarle una sonrisa.

―Emanuel ―Le tomó las manos y le dio un beso en el cachete―. Me alegro de verte, y estás muy guapo, por cierto.

―Usted parece una reina, Serafina.

―Entonces, espero que al final de la velada, se ponga de rodillas para que lo nombre "caballero" ―sonrió con picardía.

Se sentaron y enseguida les sirvieron el platillo de entrada, una delicia que hizo que Emanuel recordara lo consentido que era antes de llegar a Argentina.

―Perdone si sueno desconfiado, pero ¿por qué me invitó aquí? ―preguntó Emanuel―. Quiero decir, después de cómo me comporté, ¿no debería haberme denunciado a la policía?

―¿Y obsequiarles a ellos la gracia de su compañía? Por supuesto que no. Además, no quería que me dieran un sermón por pasar la noche sola en mi propia casa, como si no pudiera valerme por mí misma.

―Si bien es verdad que usted puede cuidarse, me parece horrible que tenga que dormir sola en su casa y a la espera de su marido, quien según tengo entendido, está en un viaje de placer. ¿Esto es algo frecuente?

―No tanto como la gente dice. Lo cierto es que Alejandro tiene la costumbre de hacer este tipo de travesías una vez cada tantos meses.

―¿Y no la puede llevar con él?

―Él siempre me pregunta si quiere que lo acompañe, pero yo no soporto alejarme demasiado tiempo de mi hogar más de una o dos veces al año. Alejandro es lo opuesto, no tolera el encierro, necesita salir y explorar el mundo.

―Y mientras tanto, usted lo espera cual Penélope con su Odiseo.

―Sí... Alejandro es afortunado de saber que siempre voy a estar esperándolo en casa, y yo soy afortunada porque sé que él siempre va a regresar.

―¿Y qué pasaría si se pierde? ¿Iría a buscarlo?

―De ser necesario, sí. Aunque me gusta pensar que yo no necesito salir a buscar a nadie, que con apenas desearlo puedo hacer que cualquiera llegue a mí, como es su caso. Hace mucho tiempo que esperaba conocerlo, y aquí estamos.

La expresión de Emanuel pasó de ser consternada a apenada.

―¿Cómo y qué sabe de mí, Serafina?

Gemma y otros cuentos nocturnosWhere stories live. Discover now