LUIS

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Miércoles, 10 de julio 10am.

Si no sabía cómo funcionaba toda esta mierda de los castigos, ya no debo preocuparme.

El padre de Aarón está en la puerta con varios hombres detrás. Sabe que somos capaces de eliminarlo para salir de aquí, pero con más personas no podemos. Maldita sea, tengo apenas dieciocho años y en una semana he pensado en asesinar a la misma persona en cincuenta formas diferentes. Supongo que la cárcel debe ser peor.

Me estoy volviendo loco.

—El dieciséis de noviembre del dos mil seis los índices de delincuencia en el suburbio fueron alarmantes —empieza a leer—. Se registraban en nuestra zona al menos dos muertos y veinte robos en casas y en las calles diariamente. Las autoridades de la ciudad olvidaron por completo nuestro sector. Los policías no vigilaban, las obras nunca terminaron y la delincuencia llegó a estadísticas incontrolables.

Tengo un recuerdo de aquello, pero es muy lejano. El funeral de uno de mis tíos por defenderse en la calle, las veces en que mis padres llegaban a casa alarmados antes de las seis de la tarde, dando gracias a Dios porque seguían con vida... Yo era pequeño y apenas iba a la escuela.

—Pero nosotros decidimos terminar con aquello —continúa—. No dejamos que nadie de ningún lugar viniera a intervenir o provocar estragos en nuestro sector. Decidimos adoptar la forma más infalible de control y prevención de robos y asesinatos: los castigos. Funcionó como ningún otro método. los asesinatos y robos redujeron de manera considerables y, aunque se castigaron a decenas de personas durante varios años, fue la única forma de devolver un poco de paz a los ciudadanos. Los castigos siguen porque siguen existiendo delincuentes que creen poder hacer lo que ellos quieran. No robarás, no matarás, porque lo que sea que hagas tendrá su castigo aceptado por todos.

La habitación se queda en silencio nuevamente. Solo puedo escuchar el latido de mi corazón, desesperado. Nadie quiere decir nada, ¿para qué leernos el supuesto acuerdo e historia de los castigos que cambiaron para mejor la vida en el suburbio? ¿Realmente cree que nos importa esto?

—No importa la raza, el color y la religión: ladrones y asesinos son criminales en el momento que cometen el acto; la ley aplica para todos. Sin embargo, debido a los problemas causados anteriormente, solo serán castigados los hombres y mujeres desde los quince años en adelante, siendo ya conscientes de lo que están haciendo.

Todos observamos a Misael, pero él ni se inmuta.

—Los castigos serán llevados a cabo los domingos de cada semana, no importa el día en que hayan sido capturados los criminales —continúa leyendo—. Tendrán siete días para que sus familias se enteren de que han sido encarcelados previamente al castigo, y no podrán reclamar por la ley establecida aquí, y, en caso de denunciarlo a otros lugares, quienes hayan delatado también serán castigados, no de la misma forma, pero sí con el mismo dolor, incluso peor.

Trago saliva, ¿mi mamá podría haberlo pensado?

No, ella no haría eso. No arriesgaría su vida por salvarme de algo que, supuestamente, me he buscado. Es triste, pero cierto. Y no la culpo. En el fondo sé que me lo merezco.

Mamá decía que al principio los castigos eran lo mejor para la sociedad. Durante un año castigaron a bandas enteras frente a miles de personas. Muchos emigraron debido a los horrores incontrolables que presenciaban cada semana, otros simplemente eran lo suficientemente buenos ciudadanos para quedarse y vivir tranquilos. A los ladrones conocidos todos buscaban la forma de atraparlos para que sean castigados por sus crímenes.

Disfrutaban verlos sufrir y pedir por su vida.

Disfrutaban verlos en sillas de ruedas días y meses después.

Y disfrutaban saber que se habían suicidado por no poder llevar una vida plena.

Algunos decían que nada los satisfacía más que saber que los castigados habían cometido crímenes contra ellos. En los castigos estaban en primera fila, grabando en su memoria tal satisfactorio momento.

Todos se estaban volviendo locos, pensando que lo que hacían estaba bien.

Yo dejé de pensarlo cuando aquel domingo llegó mi madre a casa con la noticia que mi padre había fallecido, que no había sobrevivido a la amputación como muchos de los castigados.

Yo intenté que me consolara, pero solo recibí desprecio de su parte.

Y lo entendía. Mi padre estaba muerto.

Y aquello era mi culpa.

—Los castigados serán atendidos por personas que conforman el grupo correccional, y harán todo lo posible para mantenerlos con vida. Si llegara a morir alguno, nadie puede reclamar, y, de hacerlo, tendrán problemas. —Es cierto, todavía recuerdo lo que les hicieron a los vecinos que intentaron denunciar el castigo que le aplicaron a uno de sus familiares. No resultó nada bien para ellos—. Así se ha conservado la paz durante tantos años en nuestro sector, a pesar de que no todos han querido colaborar en el arduo trabajo que hemos realizado para convertir al suburbio en lo mejor de la sociedad.

Los cuatro en la habitación nos miramos las caras. Esta gente está mal de la cabeza, y nosotros nos hemos dado cuenta muy tarde.

—Sin más que decirles, mancos y muertos —se dirige a nosotros—. Hoy tendrán el encuentro con vuestros familiares y luego no podrán verlos hasta el día del castigo.

Quiero descifrar qué dice su expresión. La barba apenas está creciendo y su rostro se ve demacrado por los años. Todo el dolor que ha visto en el rostro de decenas de criminales. Está vestido como si de aquí fuera a trabajar a un lugar muy formal: camisa blanca, jean azul y zapatos negro bien lustrados. A veces, la imagen de un desgraciado no se ve solo en ropas rasgadas y sucias. Lo peor suele estar dentro de lo mejor que uno luce, y este es un caso.

El tiempo se agota. Quedan cinco días para el castigo, y no veo forma de escapar o salir de la situación en la que me encuentro. Estoy temblando de nuevo. No quiero morir, y no me imagino el dolor que voy a sentir cuando las cuchillas se incrusten en mis extremidades.

El solo hecho de pensarlo me produce arcadas. A veces solo queda resignarse.

Con una punzada en el pecho veo cómo guarda el papel donde leyó todo el discurso asqueroso que hizo.

—Vendremos a verlos uno por uno —dice—. Esperamos que vuestra espera no los haga caer en los vicios.

Se está burlando de Misael. Él aprieta los puños y dirige una mirada asesina en su dirección. Escupo en su dirección y se da cuenta.

Mierda. No quiero más golpes. Él se acerca con los dos secuaces detrás y se pone en cuclillas acercando su rostro con el mío.

—Qué pena que hayas terminado como él —finge lamentarse.

—¿De verdad?

Él se ríe. Niega con la cabeza lentamente.

—Espero que te quiten este poder que tanto presumes y te encuentres como yo —susurro con odio—. Porque lo que ha hecho tu hijo no tiene perdón de nadie.

Su mirada penetrante escudriña mi expresión. Mis labios están a punto de temblar para echarme a llorar de rabia, pero soy fuerte y no me lo permito.

—Eso ya lo veremos —responde.

—¿Qué fue lo que te hizo? —inquiero saber. Si estoy pagando un karma de mi padre, al menos debo saber qué fue lo que hizo.

Su expresión se endurece.

—Él me la quitó.

Se levante y camina sin esperar respuesta hacia la puerta. Antes de cerrarla intenta despedirse de nosotros con educación:

—Nos vemos, mancos y muertos.

—Nos vemos, maldito asesino —finalizo.

No robarásWhere stories live. Discover now